Rezo de una joven
'God in da house' o el retorno del catolicismo
"Las convenciones culturales de antaño, que vinculaban la religión con la mentalidad conservadora y adscribían la etiqueta de 'progresista' a la práctica de la laicidad, no sirven para entender el presente"
“Mi punto de vista ante la religión es el de Lucrecio. La considero una enfermedad nacida del miedo y fuente de indecible miseria para la raza humana, aunque no puedo negar que también ha contribuido en parte a la civilización”.
Que un filósofo de la categoría de Bertrand Russell, sin duda una de las mentes más brillantes de su época y uno de los sabios más admirables de todos los tiempos, describiera de esta forma la costumbre de comulgar con las creencias de una fe, sea la que fuere, no puede sino llevar a asombro, porque la idea de Dios –uno de los mayores arcanos de todas las culturas y civilizaciones– es la ficción que mayor verosimilitud ha tenido a lo largo de la historia.
Si Dios existe, cosa de la que no tenemos la más mínima prueba empírica, aunque la voluntad de creer sea más que suficiente para mucha gente, la narrativa religiosa vendría a ser algo así como una novela realista. En caso contrario, los Evangelios –por supuesto dejamos al margen la fecunda literatura apócrifa y heterodoxa sobre este particular– deberían interpretarse como meras fábulas, en lugar de como los fundamentos de la historia sagrada.
En ninguno de estos dos supuestos, no obstante, cabe discutir que la idea de Dios, ya sea en positivo o formulada en negativo, es uno de los argumentos que más influyen en la identidad histórica de las sociedades. Lo que casi nadie esperaba es que el cristianismo volviera a convertirse en una tendencia juvenil en algunos países de Occidente y en España, que en los últimos cincuenta años venía huyendo a toda velocidad del dogal del nacionalcatolicismo.
“La vida es ondulante”, decía Pla citando a Montaigne. Puede que sea por esto, pero lo cierto y verdad es que algunos destacados creadores vienen abanderando en el cine, en la música, en narrativa y hasta en los libros de autoayuda una suerte de retorno a lo sagrado, al tiempo que reivindican ciertas formas de espiritualidad mística.
Es una conducta que parece ser contradictoria con la hegemonía cultural de un mundo –la civilización tecnológica– regido por el consumo, las apariencias, los algoritmos y la viralidad. ¿Se trata de un espejismo pasajero o estamos realmente ante un cambio de mentalidad?
Que un alto ejecutivo elija el silencio de la hospedería de un convento para descansar de la vorágine empresarial o que la imaginería religiosa se haya incorporado a los actuales modos de vestir –pueden llamarlo outfit, si ustedes gustan– no pasaría de lo anecdótico si la simbología de estos gestos y estas costumbres hubiera perdido su significado original.
No parece que suceda esto: el número de católicos con menos de 35 años ha crecido –según el CIS– diez puntos, situándose en un 41%. Es un incremento lo suficientemente notable para preguntarse por los motivos.
Hay quien piensa que es resultado del péndulo generacional. Frente a sus padres, muchos educados en colegios religiosos o criados bajo las convenciones culturales del cristianismo, aunque no practiquen sus ritos ni hayan hecho de sus reglas la pauta para educar a sus vástagos, las nuevas generaciones buscarían en los ámbitos religiosos que han sido capaces de aggiornarse una sensación de pertenencia.
Otros dan una razón redentorista: la seducción religiosa, en determinadas franjas de edad, vendría a ser una posible solución ante la fragmentación de la cultura contemporánea, líquida y tan aficionada al relativismo.
La cuestión cobra mayor interés si se tienen en cuenta los peligros potenciales de este fenómeno. Las creencias religiosas son capaces de dar una sensación de seguridad –sobre todo a quienes la necesitan–, pero, en contrapartida, establecen una dicotomía moral demasiado estrecha que obvia la complejidad de la vida y puede conducir a estos nuevos devotos hacia posiciones extremistas o convertirlos incluso en fundamentalistas, sobre todo frente a quienes son críticos y contrarios justamente a dichas actitudes.
Lo que está claro es que las convenciones de antaño, que vinculaban la religión con la mentalidad conservadora y adscribían la etiqueta de progresista a la laicidad, no sirven para entender el presente, de igual modo que tampoco rigen ya los presupuestos históricos de derechas e izquierdas, cuya conducta política es perfectamente intercambiable.
No es nada descartable que en esta mudanza cultural influya la precariedad (laboral, económica y vital) que sienten muchos de los españoles más jóvenes, para los que la vivienda es una quimera y fundar una familia, una utopía.
Intuimos, sin embargo, que el motor de estas conversiones súbitas, epidérmicas o sinceras, tiene más que ver con una de las razones capitales por las que Bertrand Russell decía no poder ser cristiano: la emocionalidad desatada, que es la antítesis de la argumentación y –no precisamente por casualidad– la característica que mejor define a todos los populismos políticos.
La asociación entre la religión y la política no deja de ser uno más de los inquietantes signos de nuestro tiempo, tan cargado de paradojas. A medida que el conocimiento es más accesible, menos quiere pensar el ser humano por sí mismo; cuando en la sociedad existe más libertad de expresión para defender cualquier idea, más miedo se muestra socialmente ante la inquisición de la corrección política. A medida que más rodeados estamos de tecnología, menos humanos parecemos.
Un viejo dicho –God in da house– expresa la capacidad de Dios para honrar con su presencia espiritual todos los espacios vitales. Es una idea similar al Dios de los pucheros de Santa Teresa de Jesús.
Parece una frase hermosa, y lo es, pero conviene recordar que el monopolio de la divinidad puede ser indistintamente entendido como una bendición o bajo la forma del sarcasmo. El que dota de todo su sentido a With God on Our Side, la canción que Bob Dylan escribió hace ya 60 años en contra de todas las fanáticas cruzadas del tiempo.