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Una pantalla de ordenador con ChatGPT

Una pantalla de ordenador con ChatGPT

Pensamiento

¿El fin?

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Como buena estudiante de la UOC, he empezado a usar ChatGPT. Me ayuda a organizar los trabajos en grupo, a generar guiones para vídeos y montajes audiovisuales, a escribir textos aburridos que, en mi opinión, no aportan nada interesante a la asignatura que estoy estudiando.

Cuando le pido algo a ChatGPT, me limito a darle una orden: “haz esto”, “escríbeme lo otro”, “dime las fuentes que has usado”, sin decirle “por favor”, “gracias” o “buenos días”.

Ser educada con una máquina, con un chatbot, me hace sentir ridícula. Me resisto a humanizarla, a tratarla como un amigo, como hacen algunos amigos míos. “Hasta me vienen ganas de insultarle”, les confieso.

No me gusta ChatGPT, ni el dichoso chat de Meta AI que aparece como contacto en mi Whatsapp, a la espera de que le pregunte algo. Prefiero mil veces más seguir entrando en Google a descubrir por mí misma cualquier duda que tenga que usar el chat de Meta AI.

Ya tengo suficiente con que el móvil escuche mis conversaciones y me bombardee luego con anuncios publicitarios relacionados como para contarle más cosas de mí a la máquina. Cuando me aparecen esos anuncios, me resulta hasta violento, como si un desconocido hubiera husmeado en mi baño o en el cajón de mi ropa interior.

Hace unos días, una amiga me contaba que acababa de volver de un viaje a Donostia con viejas compañeras de la universidad y una de ellas no paraba de dirigirse a ChatGPT para pedirle sugerencias de restaurantes o lugares para visitar. “ChatGPT era como uno más del grupo”, me dijo con cara de pena.

Otro día, una madre del colegio cuyo marido viaja mucho por trabajo me confesó que, al llegar la noche, se conecta a ChatGPT para hablarle de sus hijos, de sus problemas domésticos y emocionales. Dice que le da buenos consejos. “Es mi mejor amigo”, se rio. Yo casi lloro de pena. “Si quieres, llámame a mí”, me ofrecí.

Pero, claro, hablar conmigo, una persona real, tiene el riesgo de que igual le digo que sus preocupaciones son una tontería, pongo cara de aburrimiento o le suelto alguna impertinencia que la molesta.

“La fricción es inevitable en las relaciones humanas. Puede resultar incómoda, incluso exasperante. Sin embargo, la fricción puede ser significativa, como freno al comportamiento egoísta o a la autoestima inflada; como estímulo para observar más de cerca a otras personas; como forma de comprender mejor las debilidades y los miedos que todos compartimos”, explica a The Atlantic Nina Vasan, psiquiatra y fundadora del Laboratorio de Innovación en Salud Mental de Stanford.

Según Vasan, los chatbots proporcionan una especie de compañía, al tiempo que permiten a los usuarios evitar interacciones incómodas o la reciprocidad.

“En el extremo, pueden convertirse en un salón de espejo, donde tu visión del mundo nunca se ve desafiada”, dice Vasan, defensora de que hacerte amigo de ChatGPT es refugiarte en una burbuja para hablar eternamente contigo mismo.

Para mí, ChatGPT debe ser usado como un esclavo, a pesar de los riesgos que comporta dejar de usar el cerebro.

“Le digo el contenido de un e-mail que le quiero enviar a un cliente y me lo redacta a la perfección”, me confesó un amigo arquitecto, que trabaja como autónomo. “Me hace un plan de márketing y me diseña las promociones”, me dijo otra amiga autónoma, dueña de un negocio online.

En la residencia para mayores a la que voy como voluntaria una vez a la semana, los chicos de prácticas le piden a ChatGPT que les diseñe las actividades diarias, incluyendo sesiones de orientación espacial y temporal, o un programa de fisioterapia.

En el mundo periodístico, supuestamente defensor de la creatividad y la importancia de escribir y descubrir, cada vez hay más periodistas que acuden a ChatGPT para que les ayude a preparar las preguntas de una entrevista o les sugiera titulares atractivos.

Hasta los terapeutas utilizan ChatGPT para realizar mejor sus diagnósticos. Según un artículo reciente publicado por el MIT Technology Review, cada vez hay más terapeutas que introducen sus diálogos con sus pacientes en ChatGPT durante las sesiones de terapia para obtener ideas sobre cómo responder. Si luego te cobran 90 euros, ya les vale.

“Es el fin de la humanidad”, me dijo mi amigo arquitecto, muy preocupado por el futuro de sus hijos. “¿Cómo vamos a protegerlos de esto?”. 

Me acordé de la película Capitán Fantástico (2016), que narra la historia de Ben, un padre de familia que decide, junto a su esposa Leslie, trasladarse a un bosque para criar a sus hijos y alejarlos de la tecnología y el consumismo salvaje. Cuando la vi, me pareció exagerada. Es imposible sobrevivir siendo un antisistema radical.

Pero ahora, viendo el impacto de la IA en el uso de nuestro cerebro, estoy cada vez más de acuerdo con la idea de que hay que tomar medidas más radicales para proteger a las nuevas generaciones.