Más que la historia, me gusta la geopolítica, lo tengo que reconocer. La Historia europea, y por extensión la mundial, parece escrita con tinta de pólvora y sangre.

Creo que cada generación se ha preguntado si le tocaría vivir la tragedia bélica como experiencia propia o si el orden internacional, siempre precario, lograría mantenerse en equilibrio un poco más. La pregunta que se cierne hoy sobre nuestras cabezas no es muy distinta: ¿habrá guerra?. La cosa no pinta muy bien.

Responder requiere, paradójicamente, aceptar la contradicción. Existen razones poderosas para pensar que el conflicto armado es inevitable y también motivos sólidos para sostener lo contrario. Vivimos instalados en ese filo de la navaja en que el futuro se decide, muchas veces, por una combinación de errores humanos, orgullo nacional y cálculo geoestratégico. Y nos equivocamos bastante, las cosas como sean.

En las conversaciones que mantengo, la guerra es ahora un tema recurrente. La mayoría piensa que no, pero yo recuerdo una conversación con un policía que me decía que nunca te puedes meter en la cabeza de un loco. Cosas que parecen lógicas, para ellos no lo son.

Lo primero que pienso entonces es que la Historia demuestra que allí donde confluyen potencias con intereses irreconciliables, la guerra tarde o temprano se convierte en desenlace. Tras décadas de globalización, las fisuras se multiplican. La competencia por materias primas críticas, como el litio o las tierras raras, o el mismo dinero y su poder, alimentan tensiones encubiertas que pueden pasar de la mesa de negociación a los drones en cuestión de meses.

Además, la escalada retórica, en la que Rusia, y en concreto Putin y su ministro de Asuntos Exteriores, es una maestra, es ya un campo de batalla simbólico. Declaraciones que antes parecían diplomáticas hoy suenan como preludio de hostilidades. La polarización política interna, amplificada por las redes sociales, convierte a los líderes en rehenes de su propia narrativa belicista. Quien no "responde con firmeza" queda señalado como débil, como le ha pasado a la UE. La verdad es que estratégicamente, es un buen momento para atacar, de la manera que sea, a Europa. Eso es un hecho.

No menos importante es la lógica de los sistemas autoritarios, que a menudo encuentran en la guerra un mecanismo de supervivencia interna. Cuando los gobiernos enfrentan desgaste o crisis económicas, la tentación de un conflicto externo actúa como fórmula de cohesión social. En esa dinámica peligrosa, el pueblo se transforma en espectador forzado del teatro marcial. Hoy, aunque los cañones sean hipersónicos y no de bronce, el mecanismo de la tragedia sigue siendo inquietantemente parecido con lo que pasó.

Pero sería injusto ignorar la fuerza de los argumentos contrarios. El más evidente es que la guerra tradicional, con “botas sobre el terreno”, con tanques atravesando fronteras y miles de muertos en cuestión de días, resulta extremadamente costosa e imprevisible. Incluso las potencias que presumen de músculo militar son conscientes de que un conflicto a gran escala puede arruinar economías enteras y desatar dinámicas incontrolables. Esa interdependencia económica funciona como una vacuna parcial. Ningún bloque geopolítico puede permitirse un aislamiento completo sin hundirse en su propia recesión. Los circuitos financieros, las cadenas de suministro y hasta la cultura globalizada crean un entramado que penaliza cualquier ruptura total.

Tampoco conviene subestimar el papel de las instituciones internacionales. Puede parecer que Naciones Unidas, la Unión Europea o la OTAN están paralizadas o actuando a destiempo. Sin embargo, sólo la existencia de estos foros permite retrasar, contener o encauzar unas tensiones que, sin interlocutores, derivarían directamente en enfrentamiento. El Derecho internacional, incluso incumplido, sigue sirviendo de referencia mínima. Y así se lo enseño a mis alumnos y me lo creo.

Y creo que hay un argumento de índole psicológica, y espero no equivocarme. La memoria del horror aún está presente. En el continente europeo, donde las ruinas de la Segunda Guerra Mundial siguen apareciendo bajo capas de cemento urbano, el recuerdo funciona como antídoto frágil pero eficaz. Nadie ignora que en una confrontación moderna no hay vencedores verdaderos, sólo supervivientes maltrechos.

Quizás lo que ocurra al final sea una confrontación difusa. La ciberguerra no necesita trincheras. Una sola interrupción digital puede paralizar hospitales, aeropuertos o redes eléctricas con el mismo efecto devastador que un bombardeo, pero sin cadáveres alineados en la televisión. Aunque no tenga nada que ver, ¿se acuerdan del apagón?

También podríamos asistir a una prolongación de la “guerra delegada”, donde las grandes potencias libran sus pulsos estratégicos en terceros países, exportando armas pero evitando exponer directamente a sus ciudadanos. No habrá, quizá, imágenes de columnas de tanques entrando en Berlín o en Moscú, pero sí la certeza de que vivimos en un mundo permanentemente militarizado, aunque la violencia adopte formas menos evidentes. Y no olvidemos que la tentación de China o de Corea del Norte de ayudar a Rusia sin que se note, sobre todo en el caso de China, es grande por muchos motivos aunque, para los chinos, China sea el centro del mundo y el resto parece que le preocupa bien poco.

¿Habrá guerra al final? Sí y no. Sí, porque la lógica del mundo actual se encamina hacia un choque de intereses cada vez más irreconciliables. No, porque a diferencia de épocas pasadas, el coste de la guerra es tan alto que disuade incluso a los más temerarios.

La paradoja, al final, es que nos hallamos en un estado de "pre-guerra" permanente, un equilibrio inquietante donde basta un error, un alucine como se llama en el mundo de la inteligencia artificial, para desatar la catástrofe, pero donde aún existe la esperanza de que el miedo, racional y colectivo, actúe como freno. Esperemos.