El runrún ha pasado a ser un hecho: esta temporada turística hay menos turistas y los que hay están menos tiempo y gastan menos. Y esto no se refiere solo a los que nos visitan de otros países, sino que se materializa especialmente en el turismo nacional, sobre todo en la parte referida a la inexistencia del gasto.
Al tener el “privilegio” de vivir en un pueblo de costa y de tradicional destino vacacional de eso que llaman “turismo familiar”, les puedo confirmar que es completamente cierto. Los veraneantes son cada vez más pobres, pero porque la ciudadanía en general es cada vez más pobre.
Les cuento que en mi propio edificio hay varios pisos turísticos, alguno de ellos casi los tengo pared con pared. Son pisos pequeños, de no más de 60 metros cuadrados, pero que algunos cuentan con un patio y ahí es donde se desarrolla la primera parte de la acción vacacional familiar del verano.
En ese patio se desayuna, se come y se cena. Todos los días y no precisamente caviar iraní o jamón ibérico. El menú habitual lo conforman la pizza hecha en casa, el pollo a l’ast y así va la cosa. Después de comer viene la playa, gratis, a la que se van con la neverita para no tener ni que parar cerca del chiringuito. Economía manda. O las latas de cerveza y las pipas o el batido de chocolate y la merienda de los niños.
Cabe todo en ese elemento playero que había desaparecido felizmente de nuestras vidas por allá por los 90 y que ha vuelto con más fuerza que nunca. Muy mal augurio. Y por último, el paseo. Mirando mucho y comprando poco. Hasta el punto de que cada vez más se sustituyen los mercadillos veraniegos por el top manta donde te venden desde la última equipación futbolera a la mejor imitación de bolso caro que te puedas imaginar.
Porque una cosa es que cada vez seamos más pobres y otra cosa es que no intentemos ni disimularlo. No hace mucho, llevar falsificaciones se consideraba muy cutre y no pasaba nada por no ir hecho un anuncio andante.
Y esta situación es también un problema presupuestario para los pueblos de costa que alguna vez vivieron de este tipo de turismo (porque ya no viven), ya que al veraneante que gasta mucho en el comercio y la hostelería local o al que solo gasta en el súper, hay que iluminarle, limpiarle y vigilarle las calles igual a uno que a otro. Solo que uno se lo paga y el otro no.
Porque, al final, las vacaciones de trampantojo ni son vacaciones ni son nada. Simplemente, cambias de domicilio una semana para hacer lo mismo que haces en tu casa, cambiando la tele por el paseo y el sofá por la toalla. Pero de caprichos ni uno. Y si eres la mamá de la casa, menos aún, porque tus obligaciones domésticas se trasladan contigo allá donde vayas.
Y las vacaciones sin caprichos (aunque solo sea no cocinar), se llegan a convertir en algo muy incómodo que genera mucho estrés, peleas y los divorcios de septiembre que ya son tan típicos de la temporada estival como la paella o el balconing.
No es culpa de la gente. Me atrevo a pronosticar que a cualquier hija o hijo de vecino le encantaría pegarse unas vacaciones de lujo asiático en las Islas Mauricio en lugar de hacerlo en el apartamento de la suegra, si es que tienes suegra y esta tiene apartamento. Pero la gente no tiene dinero para gastar más allá del que se gasta normalmente en su lugar de residencia habitual.
Los precios estúpidamente altos, que no concuerdan muchas veces ni con la calidad del producto ni mucho menos con la del servicio. Los sueldos apocalípticamente bajos, que no llegan ni al día 10 del mes y un asalto fiscal permanente, en especial en Cataluña, que a mí me recuerda a las pelis de Robin Hood, cuando llegaba el recaudador real a llevarse hasta el último céntimo de los pobres aldeanos.
Con todo esto, consuélense pensando que, como mucho, el trampantojo vacacional se habrá acabado en menos de un mes.