Es difícil conciliar fronteras y límites históricos con un friso cronológico, cuando todo está inmerso en un eterno cambio sociológico, religioso o cultural. Sin embargo, para Occidente, se hable de Asiria, Grecia, Macedonia o Roma… siempre estuvo Persia.

La geografía predetermina las naciones y estas son producto, a gran escala, del territorialismo individual humano, propio de cualquier especie compleja. Persia siempre ha sido el terreno fronterizo entre el vergel mesopotámico (origen remoto de Occidente) y los confines del ámbito chino e hindú. Fueren los Elamitas, Medos, Partos o Sasánidas, Persia siempre ha sido un Estado conflictivo para con la Romanidad y aquellos estados que le antecedieron.  

Sobre el gran emperador persa sasánida Sapor II se afirma que tenía tres tronos alrededor del suyo: uno para el Emperador de la China, otro para el Khagan de los pueblos de la estepa, y, en tercer lugar, uno para el Emperador de los romanos pretendiendo conquistarlos a todos como auténtico “Rey de Reyes”.

Durante el Triunvirato (60 a. C. hasta el 53 a. C.), Marco Licinio Craso, quien envidiaba las grandes victorias militares de Julio César y Pompeyo, y que debía su fama y poder al hecho de ser “el hombre más rico de Roma” (además de a la victoria que tuvo en la, nada loable ni reputada, Rebelión de Espartaco) vio en Partia (la cultura antecesora de los sasánidas en la antigua Persia) la ocasión ideal para ganar fama e inmortalidad marcial.

Sabido es que ello fue un “craso error” (Crassus errare) y que la aventura acabó (según escribiera Dion Casio tiempo después) con una horrible, y jocosa, muerte del magnate del ladrillo romano: vertiéndole los partos oro fundido por la garganta.

Trajano tuvo algo más de suerte (aunque los dominios mesopotámicos romanos no se consolidaran en el tiempo, y no se alcanzara a Persia estrictamente en sí), mientras que Juliano El Apóstata encontró su muerte camino de Ctesifonte (la capital parta), por una lanza “amiga” (cristiana, presumiblemente).

De aquellos tiempos, de la Persia sasánida, procede el Avesta, que es el texto sagrado del zoroastrismo (que tuvo a Zoroastro, o Zarathustra para Nietzsche, como profeta). Esta religión sigue a Ahura Mazda como deidad suprema y la contrapone a Arimán (personificación del Mal y antecesor del Satán que sería sincretizado por el cristianismo en origen).

La contraposición entre el Bien y el Mal, inherente en sí a cualquier religión, tuvo en Arimán una fuente de fabulación. Frente al Hades o Plutón grecorromano (que era más “innombrable” que malvado y, a lo más, codicioso), el “Satán” zoroástrico fue, en no poca medida, adaptado por el islam.

La Persia preislámica fue un molde para la poderosa civilización islámica posterior. Por Persia pasó la Ruta de la Seda y no es de extrañar que, dado el continuo contacto con el Lejano Oriente, el islam adoptara saberes y técnicas sasánidas, que, a su vez, estuvieron influenciados por el contacto con China y el subcontinente indio (piénsese en los propios “números árabes” o en buena parte de las narraciones de Las Mil y Una Noches, que fueron persas, e incluso indias, y no árabes, en su origen y mayoría).

Al igual que en el Irán actual, el islam fue, ante todo, tanto o más revolución que religión.

Tal y como sucediera con la rápida conquista de los territorios bizantinos (con algunos dejes a “nacionalismos periféricos”, en el caso, por ejemplo, de Alejandría frente a Constantinopla), la difusión del Islam fue, también en Persia, una reacción de la población, harta del eterno conflicto con Roma, y sujeta a un despotismo, el Sasánida, que, de hecho, sirvió como ejemplo para el ceremonial absolutista (no solo del emperador Diocleciano y posteriores, sino, incluso, para la propia Iglesia y sus cardenales).

Guardando no pocos paralelismos, la Revolución Iraní de 1979 fue un movimiento demagogo y populista contra el régimen del sah Mohammad Reza Pahleví (títere del Reino Unido y Estados Unidos).

Cambió el régimen, pero no su zona de influencia (por definición geográfica y, por ende, inamovible en tiempo humano, ni aun por la tectónica de placas).

Si en tiempos de la antigua Roma el habitual casus belli con Partía y los sasánidas fue Armenia (nación sita entre ambas potencias y sobre la que se cambiaba el monarca, afín a unos u otros, según quien imperara más en ese momento), en los tiempos actuales las zonas de conflicto son, de nuevo, Mesopotamia (y sus recursos petrolíferos) y el Levante fértil, o lo que es lo mismo, el moderno Estado de Israel y su ámbito.

Recobrando, curiosamente, el concepto zoroástrico de “Gran Satán”, Irán tilda de tal, no tanto a Israel, como a los EEUU por considerar que son un mismo ente.

Tal concepto, propio de la rama chiita del islam (que se contrapone a la rama sunita, entre otras cuestiones, en el mayor poder que se concede a los clérigos como fuente de doctrina y centro de decisiones, no basándose, solo, en la ley escrita en el Corán) y declarado por el portavoz de los creyentes (Ulema), es una forma justificadora de un Estado con pretensión hegemónica, que, quizá, insisto de nuevo, por razones de geografía, es cuasi científicamente imposible que no las tenga.

A la complejidad del asunto iraní no ayuda su extrema complejidad étnica (donde abundan los pueblos túrquicos y kurdos, además de la mayoría irania). Precisamente, aún hoy, la lucha entre suníes y chiíes, geopolíticamente, también se predica de las pretensiones de Turquía (quien desde Erdogan se siente “dolida” por el rechazo de la UE y pretende recuperar la hegemonía en el ámbito túrquico e islámico, siendo herederos de los Otomanos) y de Arabia Saudí (estado originario del islam en sí), ambas sunníes (la rama mayoritaria del islam) frente a la chií Irán.

Es difícil conocer si cuando bajen los ánimos bélicos tras los recientes ataques (entre Irán e Israel) la paz duradera del momento en cuestión (rozando la guasa, Justiniano y Cosroes I firmaron la “Paz Eterna”) durará mucho o poco, ni si, más allá de la discusión de si la guerra como manifestación humana es irremediable como entidad, tardará mucho en volver el humo y a la sangre a una región que siempre estará entre China y Occidente, “cerca” de Rusia y de Israel y plagada de recursos geoestratégicos (sean hidrocarburos o minerales), además de ser la gran potencia histórica, demográfica y cultural del Oriento Próximo.

Discuta quien discuta… Persia siempre será eterna.