Menudean de un tiempo a esta parte las conocidas como “estafas del amor”. Los delincuentes contactan por internet con mujeres europeas, entablan una amistad fingida y, sin más demoras, emplean toda clase de artimañas para desplumarlas.

Quienes perpetran semejantes fechorías tienen origen, con harta frecuencia, en Nigeria. Una legión de desaprensivos de ese país se dedica con fruición a navegar por la red, a la busca de posibles víctimas.

El episodio que relato a continuación es tan real como la vida misma. Su protagonista es una residente catalana, a quien denomino Jéssica para preservar su anonimato.

Días atrás acudió a los juzgados mercantiles de Tarragona para instar concurso de acreedores, por hallarse en situación de insolvencia. En su solicitud arguye carecer de bien alguno y pide al juez que le exonere del pasivo que arrastra. Del expediente se encargará el administrador concursal Iván Font Enrich.

El lance no deja de ser uno más de los 50.000 fallidos de personas físicas que surgieron el año pasado. Pero encierra una singularidad digna de nota. Las quiebras particulares afectan casi siempre a ciudadanos que no pueden devolver préstamos al consumo o bien a autónomos arruinados. En cambio, nuestra protagonista asevera que fue “gravemente engañada y estafada” por unos malhechores internacionales.

Su historia es rocambolesca. En junio último, un individuo que decía llamarse Albert, conectó con ella por medio de la aplicación Instagram. Aseguraba ser sargento del Ejército de Estados Unidos destinado en Ucrania, que tenía familia en España e iba a cobrar una herencia en nuestro país. Según él, debido a tal circunstancia, sus mandos le habían bloqueado las cuentas. Por tal motivo pedía a Jéssica el favor de enviarle dinero. Y ésta se lo suministró mediante tarjetas de prepago Steam Cards.

Un mes después, un tipo que simuló ser miembro de la Marina de EEUU se le dirigió por Whatsapp. Explicó que quería retornarle el peculio facilitado a Albert. Pero de entrada le pidió más tarjetas de prepago con el peregrino pretexto de “hacer unos dominios y así poder enviar la transferencia”. Jéssica accedió. Por desgracia nunca recuperó un céntimo.

A pesar del descalabro económico y el desengaño amoroso sufridos, inició luego otra relación digital en Instagram con un tal Lucas. Este se presentó como militar de EEUU, destinado en Méjico.

La correspondencia se fue intensificando hasta que Lucas le imploró su ayuda para despachar un paquete a EEUU. La mujer puso manos a la obra y con tal fin, dirigió un correo electrónico a un sujeto, Arnold, que le solicitó 3.500 euros en concepto de gastos de transporte y gestiones aduaneras. Ni corta ni perezosa, abonó la suma con tarjetas de prepago.

No supo nada más hasta que posteriormente, Arnold le informó de que las autoridades habían retenido el lote en la frontera porque contenía efectivo metálico, joyas y oro. Para evitar que la inspección fuera a mayores, debía pagar de inmediato 20.000 euros.

Esta vez no mordió el anzuelo. Pero le embargó el temor, pues su nombre figuraba como remitente del bulto sospechoso. Así que volvió a chatear con Albert. Este le garantizó que contaba con influencias en el FBI, que le ayudarían a resolver su problema.

Más tarde, un supuesto agente del FBI telefoneó a Jéssica vía Whatsapp para manifestarle que si apoquinaba 700 euros, el organismo federal cerraba el asunto y santas pascuas.

Mientras maduraba su decisión, Albert le volvió a hablar. Le dijo que lo habían detenido porque el bulto en cuestión contenía drogas. De paso, le hizo saber que también ella podría acabar en prisión. Y le requirió 6.000 euros para abonar la fianza.

En un alarde de ingenuidad, cayó de nuevo en la trampa y soltó la pasta. En ese mismo instante, la historia se acabó para siempre. Nunca más supo de Lucas, de Arnold o de Albert.

Jéssica ha dilapidado más de 32.000 euros en sus aventuras con hipotéticos soldados y agentes secretos americanos.

Además, se da la penosa circunstancia de que esos fondos no salieron de sus ahorros, por el simple motivo de que carecía de ellos. Para obtenerlos suscribió préstamos con Banco Santander, Cetelem, Orange Bank, Wizink y Younited.

Ahora, con arreglo a la ley titulada “de la segunda oportunidad”, pide a la justicia que la exonere de esas cargas. La citada regulación se promulgó en 2015 con el propósito de redimir a los ciudadanos corrientes y a los emprendedores autónomos, de las deudas contraídas durante sus avatares ordinarios. De esta forma, se libran de los lastres del pasado, hacen borrón y cuenta nueva, y están en condiciones de iniciar una nueva vida menos azarosa.

Lo que jamás debieron imaginar los legisladores es que, corriendo el tiempo, se acogería a esa prerrogativa una señora arruinada por culpa de sus pasiones digitales, que resultaron ser una estafa en toda regla.

Adicionalmente, este caso insólito revela algo archisabido desde la noche de los tiempos. Los seres humanos son capaces de cometer cualquier locura cuando el amor irrumpe en sus vidas, aunque sea totalmente ficticio.