A Míriam Nogueras no le parece suficiente el entusiasta y cadencioso contoneo de Pedro Sánchez con el que ha cautivado desde hace siete años a tantas y tantos cómplices, socios y simpatizantes. Ahora, la vocera nacionalcatalanista quiere también que el presidente del Gobierno “mueva el culo”, como si de un vulgar reguetonero se tratara.
A veces la risa y el improperio se filtran en el exceso de realidad de la política española. Como los perros de Cervantes, diputados y diputadas adquieren el habla y se burlan de los demás adversarios políticos y sus votantes. Pero todo queda muy lejos aquel espacio carnavalesco divertido y resistente a un tiempo, con comportamientos transgresores, tan propios y compartidos durante la Edad Media y el Renacimiento.
El espacio del Congreso no está inundado por ninguna fuerza rebelde que desconcierte y desactive las tramas parlamentarias de uno u otro signo. El bloque progresista es tan conservador como el de derechas. Nadie pone en duda ni pretende revertir el descalabro gubernamental ni la parálisis opositora.
Ni siquiera una expresión tan vulgar como “mover el culo” ha incomodado a sus señorías. El ridículo era mayúsculo viendo al presidente agarrado a un pinganillo, porque hablará muy bien inglés, pero no es capaz de parlotear algo en catalán, aunque sea en una imaginaria y aznarista intimidad.
Ha sido la diputada Nogueras la única que ha incitado a contemplar el culo sanchista, tan bello para algunos acólitos del régimen. Pero Sánchez parece estar cada día más reculado, sometido a la privación y al ocultamiento.
Ya Rabelais, a comienzos del siglo XVI, advirtió en Gargantúa y Pantagruel que mirar el trasero y comprobar su estado es insuficiente para mantener reluciente la realidad social y política. Grandgouiser, padre del enorme Gargantúa, pidió explicaciones a las ayas sobre cómo lo habían mantenido limpio durante su ausencia. En lugar de las criadas respondió el hijo y dio una lección universal sobre cómo se relacionan lo alto y lo bajo, la cultura docta y la cultura popular, los ricos y los pobres.
Los cuerpos de unos y otros eran los mismos, pero no todos movían el culo del mismo modo, y mucho menos se lo limpiaban con el mismo objeto. Rabelais, por boca de Gargantúa, propuso una extraordinaria permutación de lo alto con lo bajo. La elección de los cinco primeros limpiaculos no fue casual: antifaz de una dama, capucha de seda, bufanda, orejeras y gorro emplumado. El rostro fue sustituido por el trasero.
Pero en toda inversión hay un riesgo, Gargantúa admitió que las orejeras de satén carmesí estaban adornadas con un “festoneado de mierdentas bolitas que [le] desolló el trasero”. En este capítulo de Rabelais, interpretó Mijail Bajtin, el cuerpo da la voltereta, el cuerpo sirve de rueda.
Después de probar con otras maneras, objetos y hojas para culminar la limpieza, el padre le preguntó cuál era el mejor. Y Gargantúa respondió: “pues me limpié con heno, paja, bandullo, borra, lana y aun papel a secas. Mas, si el culo os limpiáis con papelones se os quedará la mierda en los cojones”.
El lenguaje del Carnaval cuestionaba todo lo respetable con la risa como llama y llamada. Ahora, el lenguaje de la diputada no pone en duda nada respetable, porque empezando por el presidente, una gran parte de la ciudadanía no respeta ni a la vocera del culo móvil ni al que lo retiene en su sillón, aunque tenga el pinganillo en la oreja. Una bolita que también hubiera desollado el trasero a Gargantúa que profirió esta imprecación tan grosera: “¡San Antonio les queme el ojo del culo al orfebre que lo trabajó y a la doncella que lo llevaba!”.
Señorías, y “viendo que os consume un duelo malsano” dijo el irreverente y transgresor François Rabelais, para hablar de culos quietos o en movimiento es mejor que lean antes y después, si acaso, se limpien con el mismo papelón. Comprenderán diputados y diputadas que en su cuerpo mismo está tanto lo alto como lo bajo y no podrán negar que sus rostros también tienen un parecido revés.