Ya no sólo es que mantengas a los Mossos d'Esquadra para que se embosquen en lugares estratégicos de las carreteras a ver si te sorprenden infringiendo alguna de las innumerables señales de tráfico -si te pillan y te multan, cobran un premio al rendimiento-.

Ahora con tu dinero financias a un ejército de funcionarios para que compren e instalen radares innovadores, de ultimísima generación, para multarte: 

Ya no sólo eres tan tonto que pagas a una serie de trabajadores para que salpiquen todas las carreteras con un delirio de señales de tráfico como no se ve en ningún otro país: Ahora has de ir a menos de 80 km/h, ahora reduce, ahora ya puedes subir a 100… No, baja a 80 otra vez… Ahora ya puedes subir a 120, pero no te confíes, que te vigilamos… Ahora, también pagas a unos cuantos funcionarios para que compren carro-radares con los que te fiscalizan y te multan, y pagas también a los técnicos que hacen funcionar esos radares. 

Pero no es sólo, o no sobre todo, cuestión de dinero: sobre todo, pagas para que esos llamados “carro-radares” –dispositivos móviles de última generación, con láser y conectados a internet, que permiten multar al instante y te envían la sanción a casa- te recuerden que estás permanentemente vigilado, que nadie escapa al ojo del Estado, que tienes que ser consciente de una autoridad ante la que cualquiera de tus instintos y tus ilusiones de individualidad debe someterse. 

Autoridad todopoderosa gracias a su ejército de robots al que se incorporan ahora unas cuantas unidades de esa última generación móvil, capaces de detectar la menor de tus infracciones y castigarla con una multa en tiempo real. Felicidades, idiota: estás en un episodio descartado de La Guerra de las Galaxias.

Era curiosa la perceptible, ambigua incomodidad del señor Ramon Lamiel, director del Servei Català de Trànsit, al informar el otro día a la prensa de la existencia de estos nuevos “carro-radares” y dar cuenta de su eficacia implacable: ya en los tres primeros días de funcionamiento, 10.000 catalanes fueron aligerados de unos cuantos de sus mejores euros.

Por un lado, en la comparecencia ante la prensa –de la que informaba ayer aquí Ricard López—, el señor Lamiel manifestaba el contenido, discreto orgullo de ser el primero en España que ahora dispone de una herramienta fenomenal, tan eficiente y precisa. 

Pero por otro lado, el señor Lamiel transminaba una discreta vergüenza. Procedía, esa vergüenza, de la conciencia de la naturaleza de su nuevo juguetito concebido para reprimir y castigar, y del escándalo de exhibirlo como un trofeo ante sus víctimas potenciales, que son todos los conductores catalanes o que circulen por las carreteras de esta región. Incluidos los periodistas que le escuchaban sin rechistar. 

Aportaba el señor Lamiel estadísticas. Las estadísticas, los números, los escuetos datos, estaban llamadas a despersonalizar la ofensa, a enfriar su obscenidad de chivato con la neutralidad factual, amoral, de las cifras. Nada personal, sólo negocios.

Pero esas cifras eran tan desquiciadas, tan ofensivas, que confirmaban que el recurso a estos ingenios, a estos carro-radares, no va de una operación benéfica para reforzar el bien público, sino de una nueva forma que ha ingeniado el Estado, en este caso la Generalitat, para atracar a la ciudadanía entera.

Y por eso el señor Lamiel mencionó operativos estratégicos previos, como el de Santa Perpètua, donde durante los primeros días un dispositivo a base de radares también sorprendió a las autoridades por sus grandes rendimientos –¡100.000 multas en sólo dos meses!--, pero que al cabo de poco se moderaron mucho. Sin duda, porque los conductores que frecuentan aquel tramo ya habían aprendido la lección. 

Ni siquiera me asombra que ningún periodista, arrebatado de indignación ante tan descarado filisteísmo –pongo estos espías, estas cámaras, estos drones, estos radares en la puerta de tu casa, pero en el fondo lamento que te espíen y te hagan la vida más miserable-- arrojase a la cara del señor Lamiel por lo menos su zapato, como aquel periodista iraquí hizo con el presidente americano Bush cuando éste explicaba en Bagdad cómo sus ejércitos habían llevado la democracia y la libertad a Irak.

Está extendida la convicción de que el Estado de las Autonomías no funciona, y por si fuera necesaria además una prueba conclusiva de que no funciona, ahí tenemos la experiencia de la gota fría en Valencia. ¡No funciona! Pero por si a alguien puede servirle de consuelo, demos al César lo que es del César reconociendo que, en cuanto a extorsión del ciudadano, el Estado funciona como una seda, como un reloj suizo.