Los barceloneses somos gente agradecida cuando en la ciudad pasan cosas fuera de lo normal. Diríase que al orgullo de pertenecer a una de las mejores ciudades del mundo --una seña de identidad más patente hace unos decenios que ahora, todo hay que decirlo-- se le suma una curiosidad universal. Barcelona es una suma de miles de cosas y de intereses, pero siempre hay una respuesta amable, positiva e inteligente cuando el ciudadano de a pie identifica que están pasando acontecimientos que pueden ser importantes para su entorno.
La Copa América va enganchando cada vez más a locales y turistas y ahora entraremos en las semanas decisivas. La mayoría ha identificado que ese acontecimiento será globalmente bueno para la ciudad y ha dejado en segundo plano la crítica feroz de quienes consideran que la cita náutica sólo beneficia a unos pocos. Al hilo de la mayor competición de veleros del mundo ha recalado en la capital catalana el portaviones Juan Carlos I, y cómo no, ha despertado el interés de miles de familias de la ciudad, ya que sus puertas están abiertas. Una actividad singular que es poco habitual en la capital catalana.
La pena es que, como publicaba ayer Crónica Global, el decidido interés por visitar el buque de la Armada ha chocado con los desafortunados criterios de la autoridad portuaria de Barcelona, que relegó el atraque del portaviones a una de las zonas más lejanas del acceso natural de los ciudadanos al Puerto. ¿Molesta a la presidencia republicana del puerto la presencia de un portaviones de la Armada? Todo parece indicar que sí, pues le ha llevado a tomar una decisión que casi podría calificarse de pueril, pues, lejos de descorazonar al ciudadano curioso, ha incentivado su interés por visitar la impresionante nave.
Esas torpezas, impropias de gobernantes que reflejan sus rabietas sin elegancia, son las que a lo largo de estos últimos años no han permitido que Barcelona navegara con la misma velocidad que adquieren los bólidos de la Copa América. Más bien hemos sido un cascarón pasado de lastre incapaz de salir a alta mar. Si no queremos que nuestro destino siga unido al frustrante cabotaje, quienes gobiernan, les guste o no, deberían ser más listos y menos viscerales. ¿Al ciudadano le interesa visitar el portaviones? Pues ayudémosle en lugar de ponerle palos en las ruedas.
Gobernar sólo para tu parroquia, en este caso para los que ver una bandera española es tan grave como un crucifijo para Drácula, tiene estos problemas. Que hay que montar una lanzadera especial para que los miles de ciudadanos que desean visitar el barco recorran los cuatro kilómetros que hay por terrenos de accesos prohibidos en el puerto. Al actual presidente del Port de Barcelona ya le queda poco en el cargo, pero quizás, para la próxima ocasión que le toque tener responsabilidades de poder, sería interesante que hubiera aprendido que la torpeza es muy ineficaz.