Si hay algo tan común, como evidente, entre los babuinos y los Triceratops o entre los humanos y los elefantes (sean estos proboscídeos o marinos) es la necesidad de dominación y el instinto de territorialidad (gen primigenio de la necesidad dominical).
Ello, políticamente, se manifiesta en la necesidad de crear estructuras que monopolicen el uso de la fuerza, motivo último que justificó el surgimiento de los primeros Estados (véase la Acad de Sargón) e, inmediatamente, al retarse entre ellos y buscando la dominancia, la necesidad de imperio. Como prisma y emblema de la cultura dominante globalmente, tal paradigma puede verse bien en relación con Europa y su discurrir histórico.
La caída del Imperio romano de occidente (que no el bizantino) debe verse más con la Peste de Justiniano y el advenimiento de la Revolución islámica que en la ridícula, y acaso sólo simbólica, deposición de Rómulo Augústulo. La contraposición de Cruz y Medialuna hizo que el ámbito geográfico romano (antecedente del “europeo”) abandonara las legendarias ciudades de Alejandría, Cartago y, poco después, Antioquía (por poner tres ejemplos), estableciendo nuevas fronteras culturales a una realidad imperante que anteriormente carecería de estas (que no de otras, pues la oposición de Persia, fuere Parta o Sasánida, ya estaba ahí).
La primera encrucijada del “fenómeno europeo” fue, pues, el abandono del estricto ámbito mediterráneo, que tal y como defendió el medievalista Henri Pirenne, fue el verdadero fin de la Antigüedad clásica e inicio del Medievo. El Magreb y Oriente Próximo correrían, a partir de entonces, otro devenir histórico, otro paradigma, quedando fuera (que no ajenos) de Europa.
Si en aquel momento se preguntara a alguien “qué es Europa”, nadie hubiere sabido contestar. La realidad es que existía una nostalgia imperial y una continua búsqueda, primero con Justiniano, de la renovatio imperii. Luego vendría el sueño imperial de Carlomagno, y su negación de reconocer como superior al Basileo de Constantinopla. Los tiempos del Medievo, eminentemente cristianos en el terreno europeo, irían configurando unos cimientos que cambiaron al mundo helénico-romano por la dirección canónica e “imperial”.
La configuración de los diferentes reinos frente a una presunta pretensión imperial (la del Sacro Imperio romano germánico) haría que surgiera la máxima de rex superiorem non recognoscens est imperator in regno suo (el rey que no reconoce superior, es emperador en su reino), germen, en lo jurídico, de los diferentes derechos nacionales.
Una Europa cristiana, con continuas pugnas entre Imperio (romano germánico) y Papado (véase la “Querella de las investiduras”), fue el preludio del magno sueño imperial del emperador Carlos (la Res publica christiana). Los conflictos masivos en terreno europeo vendrían, a continuación, con la caída del sueño imperial universal y la Paz de Westfalia (punto de inicio de los Estado-Nación).
Simplificando en exceso, por ser motivo para colecciones de libros, tales conflictos hicieron que el mundo anglosajón (primero contra el Imperio, luego contra el Papado) se fuere aislando en su insularidad y, jurídicamente, en su Common Law (tan antiguo como pretendidamente moderno y “superior” –recalco la ironía, esgrimiendo sus sub prime como ejemplo– a nuestro tradicional, y acaso eterno, Derecho romano evolucionado). Inglaterra, pues, comenzaría a tener un devenir un tanto ajeno a nuestro continente.
Siglos después, las trágicas guerras mundiales (junto a su propia Revolución) configuraron a la llamada Tercera Roma (tras la original y Constantinopla), es decir, a Rusia, como una realidad ajena al paradigma europeo (a la que se había unido con la Rus de Kiev). La patria de Tolstói, Dostoievski o Chaikovski cayó, tras el acero y el comunismo, en “otro paradigma”, y junto a sus satélites (luego recuperados), se reconfiguró el escenario europeo.
La desacralización de la sociedad europea y el globalismo (fomentado por la “edad de las telecomunicaciones”, bajo el liderazgo de los Estados Unidos) “desdibujó” de nuevo a la antigua Europa. En los últimos tiempos, se ha llegado a promover la integración de Turquía (país que se rige por instituciones jurídicas paralelas al mundo germánico en lo jurídico, pero socialmente –y con Erdogan, también políticamente– islámico) y los antiguos países soviéticos y escandinavos (primero vikingos y luego protestantes) son miembros de la UE con total orgullo y aparente éxito.
El éxito, innegable, de la Unión Europea se debió a una necesidad elemental: evitar una nueva guerra mundial creando, primero (vía CECA), una solidaridad de hecho (siguiendo la lapidara frase de Jean Monnet). Que dos acérrimos enemigos pasados (como fueron Alemania y Francia) se vean cuasi como compatriotas (sin riesgo ninguno de conflicto, excepto, a lo más, futbolístico) hubiere sido inconcebible no hace tanto tiempo.
Hasta tiempos recientes, el Estado social y democrático de derecho (con la socialdemocracia cuasi imperante) ha sido el “paradigma europeo”, dejando participar de él al Reino Unido (frente al sistema de EEUU, que no el de Canadá exactamente) o a los antiguos países soviéticos. El populismo ya ha roto el jarrón (algo débil en inicio) echando a Reino Unido tras el Brexit y amenaza con seguir generando tensiones (que primero estallaron en Yugoslavia –sueño roto donde los haya– y ahora en Ucrania).
Si la opción europea es una suerte de renovatio imperii moderna (que continúe experimentando con la cooperación reforzada, prescindiendo de la dirección de EEUU, que jamás formará parte del continente europeo, salvo descubrimiento geológico que modifique la tectónica de placas), una federación de Estados (con menor cesión de soberanía) o una simple alianza “para lo que interesa” (continuando siendo, la UE, “un gigante económico, pero un enano político”) es lo que en estas próximas elecciones se discute. Sabido es que, en no poca medida, los próximos comicios son “los que llegan y pasan sin apenas pena ni gloria”, pero, en una sociedad cada vez más global e interconectada, Europa es, ahora mismo, lo que más nos debe importar.