En Cataluña, como es notorio y como se va descubriendo estos días gracias a los medios de comunicación, se desperdician millones de litros de agua, los pantanos están secos, se anuncian restricciones en el consumo, hay estado de emergencia en 200 municipios, va a haber que traer agua en barcos y no se han tomado medidas preventivas ni paliativas, regida como ha estado y está la Generalitat por gente clamorosamente incompetente, cuando no por delincuentes, aunque, eso sí, muy patrióticos.

Nos africanizamos. Pronto no habrá problema con la inmigración, pues los desdichados que huyen en pateras de una tierra estéril y agónica ¿para qué van a venir a otra que también lo es?

Siendo todo esto ya de por sí ciertamente preocupante, y la confirmación de que el cambio climático no es una fantasía progre –como sostiene determinada gente conservadora y entrada en años que siente la típica pereza, propia de la edad tardía, la típica renuencia a reconocer la aparición de hechos nuevos y turbadores en un mundo cuyos problemas y soluciones ellos ya tenían acotados y explicados–, sino una realidad que se manifiesta de cien maneras nuevas, y todas bastante desagradables.

El ciudadano que lo piense un poco se sentirá necesariamente humillado en su autoestima catalana al constatar, una vez más, que en nuestra tierra se hacen las cosas mal, sin previsión, sin calcular.

Y para echar sal en la herida de nuestro descontento sólo faltaba que viniera la presidenta de la Comunidad de Madrid, la señora Díaz Ayuso, a jactarse de que ella y su Gobierno autonómico “gestionan el agua mejor que Cataluña”.

Esta señora no deja pasar ocasión de crear mal rollo entre comunidades, enmendar a los demás, echarles la culpa de todo y ponerse como ejemplo, y ello con un tonillo censor, deliberado, que a un oído fino puede resultarle altamente irritante.

No es que ella gestione nada ni mejor ni peor, es que sucede, como es público y notorio, que en Madrid llueve mucho más que en Cataluña. O que en Andalucía, que se encuentra también con problemas acuciantes de sequía y va a tener que importar agua en barcos.

Se da un problema: el cambio climático. No es algo que sólo licúa los icebergs del polo norte y levanta huracanes en el Caribe, sino que aquí provoca temperaturas extremas y sequía. La sequía agosta las cosechas. La falta de cosecha (entre otros factores como la paralizante burocracia y la inoperancia administrativa) enriquece a importadores y especuladores, pero arruina a los agricultores. Los agricultores se suben a los tractores y paralizan las ciudades. Las ciudades colapsan.

Se ven signos de malestar general que no se corresponden con los optimistas discursos oficiales según los cuales sube el PIB, baja el paro, aumentan las pensiones y el sueldo mínimo y todos deberíamos estar contentos. Por el contrario, están desbordados los costes de las necesidades familiares básicas, que son techo, comida y energía, mientras las comunidades autónomas en vez de generar solidaridades se dan la espalda, el Gobierno combate a los jueces y viceversa, y los medios de comunicación se polarizan, cada uno más sectario que el otro en la lealtad a su respectivo señorito.

El país se va adentrando en el incierto futuro a garrotazos, esto no tiene buena pinta, no se atisban razones para el optimismo… Salvo en la mente peculiar y oblicua de la inefable señora Ayuso, que en Madrid vive en el mejor de los mundos posibles y al levantarse por las mañanas, cuando se mira al espejo, no puede menos que exclamar: “¡Gracias, mamá!”.