El presidente Pedro Sánchez ha batido otro récord, el de la bazofia legal. Presentó a las Cortes y sacó adelante unas medidas urgentes sobre la conciliación familiar. Pero contenían errores tan burdos que las críticas se desencadenaron. El Gobierno se apresuró a enviar al Congreso la derogación del bodrio, y muerto el perro, muerta la rabia.
Por desgracia, no se trata de un episodio excepcional. Es de lo más corriente, simple secuela del diluvio de disposiciones que se promulgan sin ton ni son, sin tasa ni medida, para controlar hasta los reductos más íntimos de la ciudadanía.
Mentes lúcidas vienen denunciando desde hace dos milenios los efectos nefastos de los excesos fiscalizadores y el acaparamiento del poder por políticos manirrotos y sin escrúpulos.
El historiador romano Tácito dejó escrito a comienzos de la era cristiana que cuantas más leyes dicta un Estado, más corrupto es. Por su parte, el eviterno sabio Don Quijote descubrió la virtud de “hacer pocas leyes y que se cumplan”.
En tiempos menos lejanos, el canciller de hierro Otto von Bismarck pronunció una sentencia que hizo fortuna: “Las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto a medida que se sabe cómo están hechas”.
Algo parecido sostuvo en los años noventa del siglo pasado el estadounidense Gary Becker, premio Nobel de Economía: “Para reducir la corrupción, hay que cortar las alas a los gobiernos. El origen de este problema es siempre el mismo: grandes gobiernos con mucha autoridad para repartir prebendas”.
¿Y qué ocurre ahora mismo? Pues ocurre que el año pasado el Boletín Oficial del Estado publicó 240.000 páginas de árida prosa. Semejante arsenal coercitivo, apilado en una estantería, equivale a 240 tomos de mil folios cada uno.
Incluye 2 leyes orgánicas, 8 reales decretos-leyes, 18 leyes ordinarias, 1.240 reales decretos y 1.433 órdenes, amén de un centenar de leyes de las diversas autonomías.
Adicionalmente, el BOE perpetró decenas de millares de instrucciones, circulares, correcciones, resoluciones, convocatorias, notificaciones y otros acuerdos de rango menor.
Queda por añadir el cúmulo de ordenanzas excretadas por cada una de las comunidades y sus respectivas diputaciones, ayuntamientos, consejos comarcales y otros tinglados que se alimentan de los presupuestos públicos.
Y además hay que estar al día sobre lo que se cuece en Bruselas, porque ahí emana otro torrente de obligaciones, cada vez más caudaloso, que afecta a todo el espacio común.
Por cierto, en materia de intervencionismo es notorio que la Generalitat catalana supera todas las marcas habidas y por haber. Su Diari Oficial lleva expeliendo desde hace nueve años más páginas que ninguna otra región, mientras el Govern machaca a los súbditos con el infierno fiscal más sangrante y despiadado de la península.
La aplastante losa que han montado las Administraciones oprime cada vez más la vida de las personas y las empresas. No parece sino que todo se pretenda arreglar a golpe de BOE, en un trasiego inacabable de cambios y de cambios de los cambios.
El sanchismo se ha dado a tal deporte con fruición digna de mejor causa. Abusa hasta la saciedad de las medidas de carácter urgente para alterar o sustituir todo tipo de mandatos. Y sobrecarga las prescripciones con un aluvión de transitorias y revocatorias.
En consecuencia, la situación de inseguridad jurídica y confusión se ha agravado. El cuadro ordenancista constituye hoy una maraña boscosa, confusa y con frecuencia chapucera, en la que se pierden hasta las eminencias más avezadas del foro.
La patronal CEOE publicó tiempo atrás un sesudo estudio sobre la “hiperregulación” existente en España y las inacabables barreras internas que han implantado las autonomías para el comercio. La centrifugación de competencias en muchos ámbitos ha fragmentado el mercado nacional en 17 reinos de taifas, cada uno con sus propios reglamentos de un sinfín de actividades.
A la vista de los lamentables frutos cosechados, menudean los partidarios de que alguien empuñe algo parecido a la célebre motosierra argentina. Se trataría de podar los trámites administrativos superfluos y eliminar las duplicidades onerosas. Es indudable que unos y otras yugulan la libre iniciativa de emprendedores e inversores y, por tanto, lastran sobremanera el crecimiento económico del país.