“Nostalgia de un pasado que fue mejor”. Así me firmó hace un tiempo un amigo su libro cuando me presenté por sorpresa en la librería donde lo presentaba. Hacía años que no nos veíamos, pero los dos guardábamos un buen recuerdo de la temporada que compartimos despacho junto a un grupo de editores latinoamericanos en unos bajos de la zona alta de Barcelona. Más que a trabajar, íbamos a reírnos y a arreglar el mundo con nuestros debates absurdos sobre los misterios de la vida, la política catalana y el amor. Teníamos treinta y pocos años, unos ingresos más o menos estables y muchas ganas de divertirnos.

Nostalgia de un pasado que fue mejor, pensé también el domingo pasado en el tren que me llevaba de vuelta a Barcelona después de un entrañable fin de semana en Madrid. El motivo de la escapada era reunirme con mis amigos de Beijing: Ana, Mario, Aritz, Débora, Elisa, Ángel… Gente que durante esos cuatro años lejos de casa se convirtió en mi familia. “Me siento como si acabáramos de vernos”, le dije a mi amiga Ana, compañera inseparable de ruedas de prensa y paseos por Gongti Bei Lu a diez grados bajo cero. Ana sabía leer mi cara de “me aburro” o “estoy triste” mejor que nadie. “Me aburro”, “me aburro”, se reía de mí.

“Un amigo de verdad es eso, alguien a quien ves después de mucho tiempo y parece que retoméis la conversación que habíais dejado a medias”, me dijo más tarde Aritz. “Volveremos a vernos de aquí a cinco años y estaremos igual, un poco más viejos, quizás, con otro trabajo, otra pareja, otro problema, pero seguiremos hablando como si el tiempo no hubiera pasado”, añadió después de escuchar que, a pesar de mi lamentable vida laboral, pronto publicaré una nueva novela.

“No sabía en qué ocupar su tiempo, y como por su oficio estaba acostumbrado a escribir, se había puesto a escribir sin ningún propósito, casi maquinalmente, en unas pequeñas tiras de papel que había cortado con las tijeras”, escribe el escritor suizo Robert Walser en Los hermanos Tanner (Siruela, 2016). El protagonista del libro, Simon Tanner, es un joven idealista y soñador que es incapaz de aguantar mucho tiempo en un trabajo, porque dice que se aburre o que no tiene sentido. Para lo bueno y para lo malo, me recuerda un poco a mí de joven: antes de convertirme en periodista me despidieron tres veces, y hoy todavía sigo dudando de qué me gusta trabajar, más allá de escribir.

“¡Qué trampa para gente joven proclive a la comodidad y la indolencia!”, dice Simon después de ser despedido de su puesto de oficinista en un banco. “Nada se exige aquí de toda esa energía que, potencialmente, anima el espíritu juvenil; nada se pide de aquello que podría distinguir a un verdadero ser humano. Ni el valor, ni el ingenio, ni la lealtad ni la diligencia, ni el placer de crear ni el deseo de esforzarse pueden aquí ayudarlo a uno a abrirse paso en la vida”.

Simon se siente un outsider, un antisistema, pero, a diferencia de mí, no se siente mal por ello, lo que le hace sonar un pelín impertinente. “Le agradaba estarse en casa cuando fuera soplaban vientos fuertes, que presagiaban la nieve. Se sentía a gusto haciendo cualquier cosa allí sentado, entregándose a la idea de ser un hombre olvidado”.

Dicen que a Walser, igual que a Simon, le gustaba dar largos paseos y disfrutar de la belleza de la naturaleza. Ambos parecían desconectados del mundo, vagando de un lugar a otro, incapaces de asentarse y encontrar un hueco en el mundo burgués. Qué suerte la suya, haber vivido en una época sin Instagram.