Al menos entre las aves y los mamíferos no hay relación más poderosa que la existente entre progenitor y cría. Sea para evitar la endogamia (y el correspectivo aumento de homocigosis, es decir, similitud genética, y, por ende, propensión a la enfermedad) o para garantizar el cuidado de la estirpe, la relación biológica paternofilial es cuasi indispensable en todo animal “complejo”.

Por curioso que nos parezca, el vínculo paterno y materno es más común entre las aves (así como también la monogamia) que entre los mamíferos (donde pocos machos, a excepción del ser humano, se implican en la crianza de los hijos). El exquisito cuidado por ambos progenitores en el caso de las aves fue común también a los dinosaurios (aves, al fin y al cabo) tal y como lo han demostrado fósiles como los de Maiasaura (“reptil buena madre”).

El vínculo especial con la madre es consustancial a la estirpe mamífera por el propio hecho de la lactancia. De hecho, en muchas especies de ave es el macho, incluso en exclusiva o prácticamente, quien lleva el peso del cuidado de los hijos (así lo es en el avestruz o el casuario).

Entre los primates la implicación del padre es escasa (los gorilas y los chimpancés defienden el territorio más que implicarse en la crianza, y los macacos de Berbería –los “monos de Gibraltar”– utilizan el “cuidado de los niños” como forma de atracción hacia las hembras, no por vocación). Es por ello por lo que cabe distinguir entre los conceptos de “progenitor” y de “padre/madre”; lo primero es científico, lo segundo, cultural.

Estériles debates lingüísticos al margen, los conceptos de “padre y madre” son construidos por el ordenamiento jurídico a través de la relación jurídica que llamamos “filiación”. La misma puede tener lugar por naturaleza (como consecuencia del acto sexual) o por artificio (sea médicamente asistida o por adopción).

En cualquier caso, y ello es importante reseñarlo, tanto la Constitución española de 1978 (artículo 39.2: “Los poderes públicos aseguran, asimismo, la protección integral de los hijos, iguales estos ante la ley con independencia de su filiación”), como los diferentes cuerpos legislativos (Código Civil español o el catalán) reconocen que la filiación producirá los mismos efectos, sea esta natural o adoptiva, y con independencia de si los progenitores están o no casados (habiéndose erradicado todo rastro de la antigua distinción entre hijos legítimos e ilegítimos).

Aunque estadísticamente acostumbren a coincidir, es precisamente la distinción padre/madre vs. progenitor la que permite que existan dos padres o dos madres, siendo la paternidad/maternidad algo cultural y que se debe ejercer a la vez que tenerse, normalmente conforme al precedente directo y lo vivido (y educado) en casa.

De la filiación derivan dos efectos principales: la patria potestad (o potestad parental en Cataluña) y los apellidos (con orden elegible en la actualidad, aunque, por defecto, quizá hubiere tenido sentido seguir la tradición judía de determinar la línea primero por la madre, dado el principio de mater semper certa est frente al de pater is est quem nuptiae demonstrant).

Tener hijos fue prácticamente una obligación en la Roma antigua, viéndose con disfavor a la mujer infecunda o que se quedaba soltera (véase la legislación del emperador Augusto). Incluso hoy se contempla en Derecho canónico (con eventuales efectos civiles) la figura del matrimonio rato, pero no consumado. La obsesión por tener a alguien que continuara el culto a los antepasados (y sucediera en la omnicomprensiva institución del pater familias) hizo que en Derecho romano se tuviera a bien la institución de la adopción (recuérdese, incluso, la dinastía Antonina y toda la serie de emperadores adoptados: Trajano, Adriano, Antonino Pío, Marco Aurelio…).

La adopción, Roma al margen, ha sido tradicionalmente tratada con mayor o menor disfavor. Napoleón, estéril, consideró que la adopción para nada era un contrato, sino “un acto que viene desde lo alto, como el rayo”, conversión de la paternidad biológica en paternidad jurídica social, “el hijo, hueso y sangre pasa, por voluntad de la sociedad, dentro del hueso y sangre de otro. El acto más grande que se pueda imaginar: la adopción da los sentimientos de hijo al que no los tenía y recíprocamente los de padre”.

El Code napoleónico siguió unas pautas opuestas al primer cónsul buscando únicamente una finalidad: la institución de heredero. El Código Civil español, deudor del francés, en tiempos pasados reconoció diferentes efectos a la filiación adoptiva, distinguiendo entre adopción plena (para abandonados y expósitos) y menos plena (para huérfanos). La adopción no fue bien vista por todo el mundo, incluso en tiempos más o menos recientes; así, Sánchez Román (eminente civilista decimonónico) consideró que “la adopción es, en efecto, una ficción, pero excesiva y violenta, que todo lo inventa, lo supone y lo crea”.

El efecto fundamental de la adopción es la extinción del vínculo con la familia biológica de origen y la creación de una filiación con los adoptantes; sin embargo, y cada vez más, hay excepciones. A efectos sucesorios, el Código Civil catalán prevé en los artículos 443-1 y siguientes, qué sucede, por ejemplo, cuando se adoptan los hijos de un cónyuge o pareja estable (los hijos adoptivos y los ascendientes del progenitor de origen sustituido por la adopción conservan el derecho a sucederse ab intestato), cuando hay una adopción “en la propia familia” (ejemplo: si un tío adopta a su sobrino, se mantienen los derechos sucesorios ab intestato entre el adoptado y la rama familiar en que no se ha producido la adopción, salvo excepciones) y para los casos de “sucesión de los hermanos por naturaleza”, estando todo y en todos los casos sujeto a que exista “trato familiar”.

En el Código Civil español, tras la reforma de 2015, se contempla en su art. 178.4 la llamada “adopción abierta”. Esta institución, procedente del Common Law (EEUU, Reino Unido, Canadá), está especialmente pensada para los “adoptados más mayores”, de tal forma que se permite, cuando la situación y circunstancias lo aconsejan, acordar el mantenimiento de alguna forma de relación con la familia de origen, y muy especialmente entre los hermanos biológicos.

En cualquier caso, facilitar la adopción y adecuarla a las circunstancias del adoptado es tanto exigencia como tendencia. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado que no hay un derecho a adoptar y que, en ningún caso, la adopción puede convertirse en instrumento de satisfacción de aspiraciones de los adoptantes (aunque de forma indirecta pueda servir para esto). El menor nunca puede ser considerado un medio, ya que es el fin. Aunque no es común, recuérdese que, con otros requisitos, también puede adoptarse a mayores de edad.

La patria potestad no es delegable pero sí que puede preverse qué sucederá con un hijo cuando los padres no estén, manifestándose en documento público notarial (por ejemplo, como cláusula de un testamento) quién se quiere que ostente la tutela de los hijos menores de faltar ambos padres (incluso nombrándose un administrador para dichos bienes, aun siendo los hijos mayores de edad, o estableciendo condiciones para administrar o disponer de según qué bienes: estableciendo una prohibición de disponer de bienes inmuebles hasta la edad de 30 años sin la autorización del otro progenitor o un tío, por ejemplo).

En cualquier caso, los hijos siempre son una dicha y, para los que no tienen, dice el dicho que alguien le dio sobrinos (sin lugar a dudas, la más excelsa Providencia). Es por ello por lo que jamás debieran confundirse los términos “apadrinar” y “adoptar” y, menos aún, a mi juicio, utilizar el término “adoptar” para referirse al acogimiento de animales no humanos. Con los niños soy “especista”… ¡qué se le va a hacer!