En el ámbito de la llamada teoría de juegos, un área de la matemática aplicada que, hoy por hoy, se utiliza para estudiar cualquier cosa –desde la interacción y el comportamiento de los individuos en asuntos referidos a márketing, publicidad e incentivos, pasando por temas sociológicos y psicológicos, y, sobre todo, en el terreno de la estrategia militar y la geopolítica–, la clave del asunto es el análisis de la táctica, movimientos, contraposición de intereses y desconfianza en el otro, en el oponente, cuando los objetivos de los contendientes son diametralmente opuestos y difícilmente conciliables. 

Uno de los juegos más famosos, y que inevitablemente siempre sale a colación, es el denominado Juego del gallina. El ejemplo clásico, fundacional, es la célebre carrera de coches de la película Rebelde sin causa, de James Dean, corriendo en paralelo a su adversario en dirección a un precipicio. El que primero traba el pedal del acelerador y se tira fuera del vehículo, pierde. Es el gallina. De hecho, este es un juego de perdedores, en el que el único premio es salvar la cara, el orgullo personal. La versión actualizada del juego contempla a dos enajenados conduciendo a 140 kilómetros por hora, dispuestos a chocar frontalmente y a matarse.

Pues resulta que Alberto Núñez Feijóo y sus alegres peperos del mambo han descubierto –¡Eureka, albricias!-- el viejo Juego del gallina en su retiro espiritual del último fin de semana, como inmejorable ejemplo de la demencial forma de negociar, hasta el límite del infarto, propia de Pedro Sánchez, el alien felón del Palacio de la Moncloa, con todos y con cada uno de los parásitos extractivos progresistas de ultraderecha tope facha que le chantajean y le mantienen aupado en volandas en el candelero del poder. “Unos kamikazes; los del Partido Sanchista Onanista Español, y los de Junts por Cocomocho, son todos unos kamikazes… ¡Banzai!”, ha venido a decir Feijóo con cara de haberse caído del guindo, como de costumbre.

Cambiando el Juego del gallina por otro juego más común e inocuo (por ejemplo, el póker), la cosa iría tal que así… “Subo la apuesta: referéndum vinculante de autodeterminación, publicación de balanzas fiscales y pacto fiscal asimétrico catalán, y, por descontado, traspaso absoluto de competencias en inmigración, que Sílvia Orriols, la alcaldesa de Ripoll, se nos come el pastel del racismo que ahora mismo da mucho rédito aquí…” –rezonga un Jordi Turull encendido cual bombilla mirando de reojo sus cartas–; “Veo, veo, aquí hay juego. Pero que sean dos consultas no vinculantes, una en España y otra en Cataluña, y según lo que salga, ya si eso hablamos, ¿te parece? Y por favor, dile a Míriam Nogueras que deje de trotar y relinchar, que hoy tengo la cabeza como un bombo de lotería” –contesta el caradura amoral de Sánchez–; “No me jodas, hombre, que eso no es nada, y ya sabes que sin referéndum vinculante, colorín colorado este cuento se (te) ha acabado” –replica Turull nervioso y pendiente de su teléfono rojo volando hacia Waterloo–; “Bueno, a ver, añade el aceite de oliva sin IVA, que se quedaría en Cataluña como Aceite de Ol…, y también con que pediremos perdón por lo de 1714, y con que retiramos el artículo 43 bis para cerrar el paso a los jueces. Eso sí, queda tácitamente entendido que en los próximos días Félix Bolaños y yo lo negaremos todo, que estamos perdiendo votos por un tubo” –aduce Sánchez mirándose la impecable manicura de sus manos–; “Tú niega la mayor, niega lo que quieras, ya sea tres veces, o 33, que para algo te llamas Pedro” –apostilla ufano Turull.

Acuerdo cerrado, aquí paz y luego gloria y patada a seguir, tal y como se dice en la terminología del rugby.

Visto lo visto en los últimos días, así, o de forma muy similar, no lo duden queridos lectores, se cierran los pactos entre la garrapata monclovita y sus pulpos de compañía. Les recomiendo que lean en Crónica Global una de las últimas columnas de mi compañero en guantazos e ironías, Don Ramón de España, en la que incide en cómo se autoengañan y se toman el pelo unos a otros en estos asuntos, y así logran sobrevivir al día a día, empujando, tal y como decimos en Cataluña, el año hasta superarlo.

Tardes de gloria viviremos en este desasosegante toma y daca entre trileros, tahúres y rufianes intelectuales de la política nacional. Ahí tienen, tras la agónica aprobación de dos de los tres consabidos decretos leyes nuestros de cada día –o leyes del embudo porque yo lo valgo y, además, corto el bacalao–, a Emiliano García-Page, presidente de comunidades de Castilla-La Mancha, a punto de explotar neuronalmente por enésima vez. Tranquilos. Falsa alarma. O a Yolanda Díaz, la meiga gallega y rubia de bote marxista, que tras exclamar que así no hay quien viva ni quien gobierne –porque esto es un sindiós del copón divino–, se largó, vestida de Prada, a hacerse una sesión de fotos recogiendo, colador de cocina de los chinos en mano, cuatro pélets contaminantes en la Costa da Morte. Será, a buen seguro, reportaje estelar en el próximo Vanity Fair, la revista de los proletarios que medran y pisan con garbo.

Pero el mejor de todos a la hora de elevar su voz en medio del esperpento valleinclanesco que es ahora mismo nuestro patético Ruedo Ibérico político ha sido Salvador Illa, caballero catalán de la triste figura y líder del granero de intendencia nutricional del PSC, que dice –refiriéndose sobre todo a Junts y a Carles Puigdemont– no entender esta forma de cerrar pactos de legislatura: “Hay gente a la que parece que le gusta convertir cada negociación en un Vietnam. A mí, no; no me gustan los Vietnams, a mí me gusta resolver problemas…”

¡Ay, Salvador, bendito hijo de Dios! ¿Es que acaso no eres capaz de entender que esto es Vietnam; que esto es un infierno de napalm, y que la gente normal (sí, coño, he dicho normal) ya ni nos sentimos las piernas?