Casi nadie se acuerda y muchos prefieren no volver a recordarlo, fingiendo haberlo olvidado por completo, pero la República española, cuya famosa proclamación (múltiple) aconteció sin que mediasen unas elecciones constituyentes que decidiesen un cambio de régimen político –los comicios del 14 de julio de 1931 fueron unas elecciones municipales–, advino, como escribió con acierto en sus excelentes crónicas Josep Pla, sin un amparo legal suficiente, igual que en su día el independentismo intentó entronizar –sin éxito, pero causando un daño irreparable a la frágil democracia española– la República catalana. La monarquía alfonsina, tras su obsceno apoyo a la dictadura de Primo de Rivera, se vino abajo porque su sede se convirtió en vacante tras la salida del Rey, que nunca renunció a sus derechos dinásticos ni abdicó, sino que sencillamente optó por abandonar el trono. Sin más.
Los republicanos, entre los que figuraban muchos viejos políticos de la Restauración, descontentos con Alfonso XIII por su apoyo al dictador, se coronaron a sí mismos como actores de un nuevo poder de facto por incomparecencia de adversarios políticos. En España no siempre se conquistan los cielos por asalto: al menos en la historia reciente, muchas veces se abandonan. En lugar de retornar, tras los años de la autocracia del general jerezano, a las normas de la Constitución de 1876, los republicanos instituyeron un régimen provisional sin respaldo legal, amparados en una supuesta victoria moral. De ahí que sus primeros meses estuvieran condicionados por la necesidad de dotarse de una legitimidad que nunca –strictu sensu– le concedieron las urnas, a pesar de su victoria en los ayuntamientos de muchas grandes ciudades. Esta interinidad, que terminaría siendo crónica, fue la razón de que los próceres de entonces persiguieran a toda costa el reconocimiento internacional a modo de plebiscito indirecto y pusieran en marcha procesos políticos en contra de la dictadura que los antecedió, creando “comisiones de responsabilidades en las Cortes Constituyentes”.
¿Les suena de algo? No es demasiado diferente a lo que el independentismo catalán ha puesto en práctica este el último lustro. Primero, una proclamación constituyente (ilegal) aprovechando la pasividad de los Gobiernos de Rajoy; más tarde, tras la suspensión de la autonomía, y gracias a la última carambola electoral, un proceso de revisionismo –esto es, en primer término, la amnistía– mediante el cual los condenados (por el Tribunal Supremo) son primero indultados para, acto seguido, promover desde el Congreso un juicio político contra los jueces, aduciendo el delirio del lawfare.
Se trata, con las lógicas variantes de tiempo y espacio, de la misma hoja de ruta que ahora mismo gobierna la política española, con un PSOE que pervierte el espíritu y parte de la letra de la Constitución con el objetivo de cancelarla, sin necesidad de reformarla. Para que una Carta Magna se convierta en papel mojado basta con ignorarla, siempre y cuando se anule también la separación de poderes.
Las semejanzas históricas, que demuestran cómo el pasado ayuda a entender mucho mejor el presente, incluyen otras evocaciones análogas. Si en 1931 la alianza republicana, que no necesitó ni siquiera esperar a los resultados definitivos de las elecciones locales para constituirse como dominante, argumentó que era “el pueblo quien le había elevado a su posición, interpretando el deseo inequívoco de la Nación” –así reza el primer decreto de aquel Gobierno– los independentistas, Sumar y el PSOE aducen que la investidura de Sánchez, y por tanto la legislatura, responde a la voluntad popular (de los diputados del Congreso) en favor de la España plurinacional.
No debería extrañar pues que, en el acuerdo de gobierno con Junts y ERC, y a continuación en la práctica parlamentaria resultante, vayan a promoverse causas contra la judicatura –otra vez las famosas comisiones–, resucite una causa de espionaje contra el independentismo –para que la juzguen los políticos, en lugar de magistrados, que es a quienes corresponde– y que, además de una financiación asimétrica en favor de Cataluña (y en contra del resto del país), la posibilidad de un referéndum de autodeterminación no sea remota, sino harto probable.
La República se esmeró –sin un mandato popular suficiente– en juzgar a la dictadura no sólo como dictadura, sino para poder abrir en su favor una vía de legitimidad rápida mediante la censura del régimen previo. Los independentistas, en cambio, están obteniendo un éxito muchísimo mayor, aunque sea mediante el chantaje: juzgar a una democracia para fabricarse en el exterior, y ante su propia parroquia, con la asombrosa complicidad de los socialistas y de Sumar, distopía del comunismo zen, una legitimidad que no sale de las urnas, sino del cambalache parlamentario. La realidad no engaña. Los hechos son indiscutibles: lo que se constató en el pleno de los tres decretos es que el PSOE y Sumar están dispuestos a conceder a los independentistas todo lo que demanden en cada momento, incluido aquello que no es de su propiedad: nosotros. Hemos entrado de lleno en la era de la democracia (para)normal.