El ultranacionalismo anda preocupado. “En Cataluña ya no nacen catalanes”, ha advertido Sílvia Orriols, la alcaldesa ultra de Ripoll.
Los primeros bebés del año se llaman Jacob y Matteo; sus padres son árabes o, peor aún, latinoamericanos que hablan la lengua de los colonos. La preocupación no es sentimental. Está comprobado que apostar por la xenofobia da votos. Lo hemos visto en toda Europa y la alcaldesa de Aliança Catalana, que gobierna gracias a los exconvergentes, irá a por todas en unas autonómicas que están al caer.
Junts, que también quiere explotar ese filón, pidió el traspaso de las competencias de inmigración. Lo anómalo es que un Gobierno socialista se las concediera.
“Els nostres nens es diuen Marc, Martina, Oleguer o Montserrat”, se lee en las redes y se comenta sin pudor en las mesas navideñas de la gent d’ordre. Hasta hace poco, el típico votante conservador y nacionalista solía ocultar sus verdaderas opiniones sobre la inmigración castellanoparlante; solo confesaba sus más profundos deseos --“sisplau, sisplau, que la nena no es casi amb el murciano”-- en la intimidad de su grupo de iguales.
Más allá de las xenófobas frases célebres de algunos políticos y cónyuges atolondrados, desde la Transición y hasta el comienzo del procés se guardaron las formas. El Molt Honorable Jordi Pujol incluso pidió perdón por sus comentarios de juventud sobre el hombre andaluz: “No es un hombre coherente, es un hombre anárquico, es un hombre destruido…”.
En los ochenta, el nacionalismo optó por una línea de pensamiento conciliadora, que le fue bien para conseguir mayorías absolutas: “Es catalán todo el que vive y trabaja en Cataluña”, explicó Pujol.
El supremacismo, el de toda la vida, está bañado de una extraña mezcla de desconocimiento de la península ibérica y de la ingenua creencia de que Cataluña es un lugar más democrático, rico y moderno que el resto de España. Alguien debería contarles que la autonomía lleva años sin ser la más próspera del Estado. Ya está en el cuarto puesto en PIB per cápita, por detrás de Madrid, País Vasco y Navarra.
Dejarse de cuentos épicos sobre los beneficiosos efectos de la inmersión lingüística sería el primer paso para conseguir que, en el próximo informe PISA, Cataluña deje de situarse en la cola de los resultados españoles. El primer documento tras el Covid arrojó resultados catastróficos en matemáticas y en comprensión lectora. No hay mayor discriminación que la escolar.
En cuanto ven llegar a los inmigrantes, los nativos con posibles sacan a sus hijos del colegio público y los llevan a la concertada. El 65% de las escuelas públicas de Barcelona --dos de cada tres centros-- tiene el doble de extranjeros que la escuela concertada más próxima.
Estamos reviviendo aquella tendencia del catalanismo del siglo XIX y principios del XX que gustaba señalar los peligros que suponía, para la identidad nacional, la entrada de emigrantes. Heribert Barrera, el hombre que presidió el Parlament y casi acaba con ERC, explicaba: “Si continúan las corrientes migratorias, Cataluña desaparecerá”. Su propuesta era evitar, por todos los medios, “otra invasión de población no catalana”.
Asumido el fracaso del procés de la última década, sus partidos han empezado la batalla por la inmigración. Ha sido un éxito en toda Europa, piensan. Estamos ante un show que convertirá el hemiciclo español en un circo y seguirá empobreciendo a Cataluña.
Tras el referéndum ilegal de 2017, las empresas --asustadas ante la inseguridad jurídica-- salieron corriendo hacia otras autonomías. Siguen sin intención de volver por más que las amenacen con multas. No sería de extrañar que, tras el pacto de PSOE y Junts, los inmigrantes opten por cruzar el Ebro en dirección contraria. ¿Dónde va a encontrar Cataluña mano de obra que acepte el salario mínimo? Los autóctonos no quieren cambiar pañales a los viejos ni limpiar suelos ni ser cajeros en los supermercados.
Aunque los políticos nacionalistas no parecen enterarse, dentro de España no hay fronteras. Sin embargo, Jordi Turull acaba de declarar: “Guste o no guste, Cataluña necesita una política de Estado en inmigración”. Alguien debería aclararle que, como indica la Constitución, esas competencias no son traspasables. El único Estado que, sin duda, necesita una buena legislación sobre la entrada de inmigrantes es el español.
En la actual situación política, la ciudadanía exige más bien poco, pero espera, al menos, que los gobernantes respeten los derechos humanos. Déjense de identidades y den la bienvenida a Jacob, a Yusuf, a Zakarias, a Inass y a todos sus contemporáneos sea cual sea el color de su piel. Guste o no, son los nuevos catalanes.