Tras una negociación inaudita, se ha alcanzado un acuerdo que posibilita la formación de un nuevo Gobierno socialista.
Finalmente, la próxima semana iniciaremos una legislatura que, cargadísima de tensión, convertirá el Congreso de los Diputados en un campo de batalla donde se librarán múltiples contiendas, más allá de la tradicional entre Gobierno y oposición.
Así, la pugna entre Sumar y Podemos por liderar el espacio de la izquierda; entre PNV y Bildu con la vista puesta en las elecciones vascas; y entre Esquerra y Junts pensando en el futuro Gobierno de la Generalitat.
Y, en paralelo, los populares también prometen emociones, a medida que vuelvan a emerger sus divergencias internas. Un magma de deterioro y confusión que afectará a toda España, pero que puede golpear especialmente a Cataluña.
El acuerdo alcanzado entre PSOE y Junts ha sido recibido por sectores influyentes catalanes como el comienzo de una etapa de sensatez y reencuentro. Una actitud que puede estar cargada de buenas intenciones, o bien sustentarse en aquello tan conocido de estar bien con quien gobierna. En cualquier caso, la realidad es la que es y mejor confiar en que esos pronósticos positivos acaben por hacerse realidad.
Pero nuevamente emerge un gran obstáculo: la perenne batalla entre Esquerra y Junts, dos formaciones que, sin un ideario social y económico consistente, sitúan su disputa en un solo frente, en el del rechazo sistemático y grandilocuente a todo lo que suene a español. Un enfrentamiento que hace seis años nos llevó al desastre.
Entonces, inmersos en la dinámica de a ver quién la hacía más gorda, ninguno tuvo el coraje de frenar a tiempo, pese a saber que el camino que emprendían no tenía salida y no haría más que deteriorar la convivencia y el bienestar.
Entre los responsables de aquel desatino destaca Carles Puigdemont, de quien deberíamos recordar que fue elegido presidente de la Generalitat de manera rocambolesca y cuya falta de personalidad le llevó a asumir las insensateces de los más radicales.
El futuro de Cataluña va a depender de cómo conduzcan sus diferencias Esquerra y Junts en su lucha descarnada por el poder. Conscientes de que la independencia no es factible e incapaces de ofrecer una propuesta de país consistente, nos pueden llevar a situaciones más que grotescas.
Ante ello, la ciudadanía y, especialmente, sus dirigentes sociales y económicos tienen un cometido: decirles que se las arreglen con sus diferencias y exigirles que piensen en los ocho millones de personas que viven en Cataluña. Muy optimista no me siento.