Tal vez para callar la boca a quienes aseguran que el Parlament no sirve para nada, la semana pasada fueron recibidos ahí, con toda solemnidad, ni más ni menos que 120 pubilles y hereus. Con su vestido tradicional y todo, no crean, y con faja, barretina y alpargatas, como está mandado, que otra cosa no, pero a disfrazarnos de payeses no hay quien nos gane a los catalanes. No lo digo con segundas, es la primera vez en los últimos años que la Cámara catalana ha demostrado ser útil, hasta ahora servía solamente para celebrar allí el concurso de quién es más catalán que el otro.
Recibir en ella a muchachos y muchachas con aspecto de recién salidos de Solitud, de Víctor Català, no solo casa con el uniforme de gala igualmente decimonónico de los Mossos d'Esquadra, sino que, sobre todo, se adecúa perfectamente a las arcaicas ideas nacionalistas de quienes en esa Cámara se ganan opípara y sobradamente la vida. Todo lo que rezuma la política catalana tiene un indisimulable aire vetusto, así que esos jóvenes acabados de llegar del pasado estaban ahí en su salsa.
Actos como el de hace unos días deberían de servir para que los diputados y diputadas del Parlament tomaran ejemplo y acudieran a las sesiones con alpargatas y refajo y un palillo entre los dientes, y que carros tirados por una mula sustituyesen a los coches oficiales. Viendo a las pubilles y hereus formalmente dispuestos en el hemiciclo como si fueran a la fiesta del lugar, junto a la era, se comprende mejor el procés, aquello fue un intento de regresar a los orígenes catalanes, es decir, a vivir aislados en el monte y hacer las necesidades culo al aire, bajo un pino.
Si los diputados pusiesen algo de su parte en lo que respecta a vestuario y atrezzo, todos nos convertiríamos en un poco más catalanistas, ya es sabido que el hábito hace al monje. Si yo viera al president y a los consellers con atuendo de payés de hace dos siglos, estoy seguro que del alma me saldrían las primeras notas de Els Segadors. En cambio, con traje y corbata no me emocionan, o si me provocan alguna emoción es la de la risa. La globalización y el mundo contemporáneo --la modernidad, en suma-- nos está conduciendo a olvidar los viejos regionalismos, y eso hay que evitarlo. Lo que deben de hacer quienes pretenden devolver Cataluña a las ideologías de los siglos XVIII y XIX es empezar a vivir como aquella gente. Y vestirse como ella, por supuesto.
Dar la tabarra cada dos por tres con lo que fuera que sucediera en 1714, no sirve de nada si no vestimos como en 1714. Las pubilles y hereus saben de eso, y el otro día fueron al Parlament a demostrar que es perfectamente viable regresar a un par de siglos atrás, tal como propone el procés. El fallo del procés fue empezar la casa por el tejado. Uno no puede pretender fundar un estado basado en los postulados de hace dos siglos, vistiendo como en el siglo XXI. Menos trajes y más boinas, debería ser el nuevo lema de los independentistas.
Las pubilles y los hereus son como las misses y místers de toda la vida, pero pasados por el catalanismo conservador --valga la redundancia--, es decir, con aspecto casto y virginal, a nadie en su sano juicio se le ocurriría tener una relación amorosa con ninguno de ellos. Se eligen en las fiestas mayores de los pueblos teniendo en cuenta méritos que en realidad nadie sabe cuáles son, mucho tendrá que ver el enchufismo en alzarse con el cetro, el ser familiar o amigo de. Por ese motivo son recibidos con toda la pompa en el Parlament: ¿Hay mejor símbolo de los valores de Cataluña?