Conducir un vehículo privado no está de moda. Y esa categoría de desprestigio social afecta casi por igual al propietario cabal de un automóvil híbrido como al insensible que pilota un diésel humeante, aunque el resultado final para el medio ambiente sea claramente diferente. Usar un coche, no obstante, más que un capricho de seres negacionistas con la salud del planeta, es una necesidad de transporte para que la vida, que sólo es vida si une dos puntos geográficos en un tiempo razonable, no se convierta en un suplicio.
Entre las aventuras que deben superar los conductores en Cataluña figura una experiencia angustiante: transitar por la AP-7. La desaparición de los peajes conllevó la dejadez en el mantenimiento de las vías de alta densidad. Y en esas estamos en la actualidad. Está por ver cómo acabará la instrucción de la Unión Europea de volver a recuperar los peajes que el Gobierno de España se resiste a aplicar. Veremos cómo puede cuadrar la necesidad de mantener las vías sin volver a colocar los impopulares peajes pero, sin duda, algo hay que hacer. La autopista más transitada de Cataluña, y de buena parte de España, ostenta en la actualidad más densidad de circulación que la que había cuando las barreras rascaban el bolsillo del automovilista. Y aquel ejercicio que en el pasado nos parecía un expolio ahora muchos conductores desearían que volviera a ser una realidad.
Aquel dinero cuidaba la vía y evitaba un tráfico masificado. Todo ello ha cambiado. Tratar de cruzar Cataluña de norte a sur, o viceversa, es hoy en día un infierno. El alud de camiones de gran tonelaje que surcan la ruta ha convertido la autopista en una carretera nacional. Esa densidad unida a la impericia de muchos conductores de vehículos --¿para cuándo habrá multas de verdad para los bobos que siguen pensando que en España se conduce por la izquierda?-- y al pasotismo de muchos camioneros, para los que adelantar a otro camión es una práctica habitual aunque eso suponga que la lenta maniobra fastidie a decenas de vehículos y provoque frenazos e inseguridad, convierte la AP-7 en un trance complicado.
La cuestión es doble. Por un lado, necesitamos que nuestra Administración destine dinero a mejorar el estado de las vías rápidas, por mucho que se quiera seguir invirtiendo en el tren. La red ferroviaria es fundamental pero no podemos abandonar la seguridad de las autopistas simplemente porque alguien crea que con esa decisión sacará gente de la carretera y los llevará al tren. Eso ocurre en lugares donde el servicio ferroviario es excelente pero en ese capítulo tampoco llueve al gusto de todos. El segundo gran elemento de debate en la autopista es la educación vial y la capacidad de castigo. Existe un gran esfuerzo por penalizar la velocidad en la conducción, a veces hasta límites irritantes, pero en cambio no hay control para quien conduce lentamente por un carril que no le toca o, como decíamos, para el camionero que se permite adelantar a un colega y si la maniobra tarda un minuto pues ya frenarán los insensatos que van por detrás. Esas prácticas no están penalizadas y seguro que tienen una alta responsabilidad en el saldo final de siniestralidad viaria.