Yevgueni Prigozhin, el amo del ejército privado Wagner, que ha fallecido, junto con todo su estado mayor, en un accidente de aviación cuando volaba entre San Petersburgo y Moscú, dos meses después de intentar –a mediados de junio de este año— un golpe de Estado contra el Gobierno ruso y su presidente, Vladímir Putin, antaño su protector y socio, era un personaje de esos que parecen increíbles, salvo en la literatura rusa. O en la realidad rusa. Tan pronunciados y demoniacos eran sus ángulos y afilados sus perfiles.

Su abrupto final, seguramente por orden del mismo presidente Putin, un hombre que cuando conviene puede soportar a los enemigos, pero de ninguna manera a los “traidores”; o bien de su cúpula militar, que no podía consentir que quedasen impunes las muertes de los aviadores militares a los que las fuerzas de Wagner, en ruta hacia Moscú, abatieron durante la intentona golpista de junio, es el colofón perfecto para una vida que ya empezó muy torcida. Que pareció encaminada hacia la fama y la fortuna, pero ahora, a posteriori, parece que desde el principio estaba condenada a la catástrofe.

Prigozhin empezó su carrera de perdición como pequeño delincuente en San Petersburgo, en los últimos años de Brézhnev. Con varios compinches asaltó en la calle a una mujer indefensa, le hizo una llave de judo que la dejó desvanecida, la despojó de sus joyas, reloj, bolso y zapatos, y la dejó tirada en la acera. No era su primer delito. Cuando le cazó la policía fue condenado a diez años de cárcel.

De la cárcel salió, en los agitados tiempos de Yeltsin, transformado –en qué sentido y hasta qué extremos es difícil explicarlo; pues es difícil imaginar cómo forja el carácter y deforma el alma semejante internado, pero supongo que se puede decir que salió “extremadamente endurecido” y decidido a amasar dinero—. Lo amasó, a través de la hostelería, desde donde se expandió a todo tipo de negocios, hasta convertirse en el multimillonario propietario de un ejército de mercenarios útiles al Estado en operaciones encubiertas, generalmente africanas.

Lo interesante es que aquella experiencia presidiaria le convertía en alguien muy convincente cuando, con motivo de la invasión de Ucrania por el Ejército ruso y por el Grupo Wagner, consiguió un acuerdo con el poder político por el que se le facilitaba reclutar en las cárceles a los prisioneros con delitos de sangre haciéndoles una oferta “ventajosa”. Le hemos visto en el patio de una cárcel, rodeado de presidiarios, advirtiéndoles con honestidad de lo que probablemente les iba a pasar: si os alistáis como soldados de Wagner para ir al frente de Ucrania, seguramente moriréis. Pero si sobrevivís a los combates durante seis meses, quedaréis en libertad, con dinero en el bolsillo, y disfrutaréis de empleos que os facilitará el Estado o becas para estudiar en las universidades y empezar una nueva vida.

Le hemos visto en el patio de alguna prisión hablando con los cautivos de tú a tú. Debía de ser convincente, o quizá las cárceles rusas son una sucursal del infierno y para el cautivo tanto da seguir allí como ir al frente, el caso es que se apuntaron a la aventura 38.000 desdichados, olvidando el sabio consejo según el cual “en la mili no hay que presentarse voluntario ni para comer”. De estos 38.000, según las cuentas de la OTAN, cerca de 30.000 murieron en primera línea de fuego.

Ahora bien, incluso una persona tan demoniaca y desalmada, viendo el baño de sangre y a sus hombres convertidos en carne de cañón, debió de sentir –esto es pura especulación del arriba firmante— algo por ellos; si no compasión, indignación, un malestar; o acaso le pareció que tantas bajas mellaban su reputación triunfadora, y percibió que se estaba convirtiendo en alguien demasiado poderoso para el Kremlin. Sea como sea, la situación le impulsó a tomar varias iniciativas claramente erróneas: la primera, intentar el golpe de Estado; la segunda, abortarlo al cabo de 24 horas y entrar en negociaciones; la tercera, creer en las garantías de impunidad de las autoridades del Estado y regresar a Rusia, donde tenía la sede de sus negocios, y su mansión, hortera y principesca, y a su familia.

A menudo, a los malos los cazan por esa debilidad del corazón. Aunque, conociendo a esa gente como la conocía, pues en realidad era uno de ellos, imagino que Prigozhin ya sospechaba que no tenía escapatoria y que su fin estaba cerca. Y si no lo sospechaba es que además de malvado era tonto.