Inés Arrimadas está atravesando el fin de su marca política. Ofrece su cabeza a modo de inventario en una conclusión digna que en nada se parece a descalabro vergonzante y silencioso de Unidas Podemos, la otra cara de la Nueva Política. Un minuto antes del fin de su formación, Arrimadas abandona el campo de batalla de una conciencia, que le supuso tantos insultos y presiones después de su victoria electoral en las autonómicas de diciembre de 2017. Al dejar la praxis, Arrimadas salta, desde el regocijo de un proyecto ganador hasta la derrota afectada por la maldición del centro político; decidida, ahora sí, a vivir sin autoengaños. Está muy lejos del enroque de sus últimos camaradas.
No olvidemos que el actual epígono de Ciudadanos empezó en su origen, el día que se le consintió a Albert Rivera el privilegio de ser el ogro filantrópico de la política española, al aparecer en aquel desnudo pueril de chico sin luces, dispuesto a comerse el mundo. En las generales del 17, Ciudadanos obtuvo 47 diputados y dos años después, en el 19, bajó hasta los 10. La digestión de la derrota confirmó por lo menos que Rivera tenía reflejos: abandonó.
A Inés le ha costado un poco más. Llevaba el pelaje de una tradición, que desconoce a sus padres fundadores, desde Locke a Rawls. Los Rivera, Garicano, Nart, Carrizosa o Roldán, entre otros, entraron en un túnel de combustión acelerada. El liberalismo nunca ha funcionado en España, desde la Constitución de Cádiz --atacada por los fernandinos y defendida, medio siglo después de promulgada, por la Gloriosa de Prim, pero finalmente traicionada por los isabelinos en la Calle del Turco-- hasta la Carta Magna de 1978. La tradición liberal se resume en dos siglos de entregas al enemigo, que van desde la Restauración hasta Ciudadanos pasando por la frustrada operación Miquel Roca-Garrigues Walker, al final de la Transición. En los albores del novecientos, el turnismo de Cánovas y Sagasta --Sube el uno, baja el otro, y España siempre en el potro, cantaba la calle-- entregó al futuro un país ingobernable, tal como lo analiza el hispanista Stanley Payne. Los dos últimos intentos han resultado paradójicos: la operación Roca fue frustrada por su propio germen, el nacionalismo catalán y el hundimiento de Ciudadanos le ha franqueado el ascenso a Vox, su peor competidor, la extrema derecha que ya ocupa sacrílegamente su lugar. La insignificancia política es la razón que crea monstruos y confirma el veredicto de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal”.
La sociología política lo expresa con mayor claridad: el PP se hace con los últimos 300.000 votos que le quedan a Ciudadanos. El 28-M ha recompuesto el mapa institucional, creando dos territorios opuestos en los comicios, Madrid y Cataluña, convertidos en “área pivote” o la “región cardial” de los politólogos, cuyo funcionamiento nos permite ya reconocer a la nueva España conservadora.
Arrimadas se perderá el asalto final entre Sánchez y Feijóo. La blanca paloma que derrotó a Puigdemont en las urnas, tan aplaudida en el Congreso después de su traslado a Madrid, se instala ahora en Jerez de la Frontera, tierra equina y flor de la Bética, donde ella nació. Su mudanza alimenta suspicacias acerca de si está negociando un acercamiento al PP, siguiendo la ruta de Fran Hervías. De momento, no; a partir de ahora, le faltará el cuadrilátero de broncas y floretes y le sobrarán los amaneceres de Rota y Chipiona. Flotará sobre las olas de la caleta, que es plata quieta, como dice la Habanera de Cádiz; será la dama ante el espejo que pintó el genio del cubismo a los pies de su amada Marie-Thérèse Walter. Sus ojos simétricos, los del Tigre de Blake, en las sombras de la noche, anuncian el poderoso recato de las heroínas de Galdós sumidas en su definitiva ausencia. Mientras Arrimadas se va, las luces del escenario buscan en vano a una perdedora enaltecida en la derrota.