Apenas quedan 50 jornadas, con sus días y sus noches, para la próxima cita electoral de las generales, y Sánchez promete darnos un espectáculo político casi a diario. Gracias a sus generosas ayudas sociales, la ciudadanía puede ahorrarse dos euros en la entrada e instalarse en un parque de juegos políticos, en el que él ha controlado hasta ahora los mandos de la atracción principal: la montaña rusa. Su atrevimiento al frente de esa máquina no tiene parangón.
Desde que tomó el timón del Gobierno ha protagonizado subidas y bajadas que nos han levantado las entrañas y puesto los pelos de punta, y entre sonrisas hemos pasado en segundos a poner caras de espanto. Es cierto que tuvo que lidiar, aunque fuera anticonstitucionalmente, con un país casi parado al comienzo de la pandemia. Nunca olvidaremos sus anestesiantes homilías televisadas, trufadas de un paternalismo que mutó rápidamente en un descarado caudillismo, más latino que germánico.
Durante cinco años, Sánchez ha sabido proyectar un perfil camaleónico y bifronte en infinidad de discursos. Ha sido un marxista de libro, en el conocido sentido de Groucho: “Estos son mis principios. Si no le gustan… tengo otros”. Sabido es cómo, de la noche a la mañana, cambió su percepción de Podemos, Bildu, el procés… La lógica política de Sánchez viró según sus circunstancias y no al revés.
Sánchez ¿engañó? o ¿cometió un error tras otro? Sus destronados correligionarios del partido todavía se debaten entre una y otra opción. La actitud de los diputados y senadores nacionales, aplaudiendo como si fuera un cónclave del o norcoreano, demostró que eran una cohorte no sólo incapaz de reconocer la realidad, sino tampoco a retornar a ella.
Casos como este, en el que es difícil distinguir el engaño del error, ya fueron tratados por la filosofía clásica. Según Sócrates, nadie quien sepa qué es el bien puede hacer el mal. Luego, si alguien hace el mal conociendo el bien se comporta de manera absurda, o no lo conoce y, por tanto, es un ignorante, aún más: es un estúpido. La historia demuestra que esta ecuación (malo = estúpido) es más que cuestionable. Decía Josep Pla que “las personas de una pieza se pueden encontrar en el teatro: en la vida es más difícil”. La doblez es moneda común entre los humanos. Los políticos –como parte de ellos– no pueden ser sinceros. De ahí que el problema no es si Sánchez ha mentido sistemáticamente o no, sino su credibilidad.
Sólo si hubiera dimitido, en lugar de lanzarse a una alocada carrera electoral, la credibilidad del presidente hubiera vencido a su imagen de mentiroso compulsivo. Si, tras los comicios, sus números no alcanzan para pactar con la izquierda reaccionaria y los ultras separatistas, su despedida de la política nacional puede quedar marcada por ese molesto juego de máscaras al que ha sometido a sus dirigentes socialistas.
Una historia popular hindú muestra que cuando se descubren los engaños, el que más sufre no es el jefe, sino su fiel servidor. Un lavandero tenía un asno con una capacidad de carga y trabajo extraordinaria. Para alimentarlo lo cubría de noche con una piel de tigre y lo llevaba a trigales ajenos. Nadie se atrevía a acercarse a un tigre. Hasta que un día un guarda, cubierto de un manto gris lleno de polvo, lo acechó con su arco. Y al verlo, el asno creyó que era una burra y rebuznó. El guarda al reconocer su voz lo mató. En fin, el que más puede perder en esta campaña no es Sánchez, sino el PSOE, hasta ahora entregado plenamente a su servicio y a su, hasta ahora, exitoso juego de máscaras.