No sé si será la edad, o que me estoy volviendo aburrida, pero últimamente cuando me proponen ir a comer o cenar a un restaurante me da una pereza tremenda. Especialmente cuando se trata de un encuentro de más de cuatro personas y sé de antemano que el local será ruidoso o que habrá niños por en medio, porque entonces no me relajo ni disfruto de lo que estoy comiendo. De hecho, la mayoría de comidas y cenas que guardo en mi memoria siempre han sido en una casa, no en un restaurante.

Recuerdo, por ejemplo, la primera vez que mi primer novio me invitó a cenar a su casa. Un arroz a la cazuela que estaba totalmente pasado y un filete a la plancha. O cuando yo le cociné por primera vez un fricandó, pero en lugar de ternera le puse carne de cerdo, o cuando simplemente cenábamos un filete de salmón congelado al horno con un chorrito de vino blanco.

También recuerdo perfectamente la vez que mi amiga Marta me vino a visitar a Nueva York y me preparó unos espaguetis con calabacín y crema de leche, cuando Paolo, el marido de mi amiga Jenni, improvisó una frittata deliciosa con los restos de la nevera, cuando Beatriz, la novia de Marc, nos llamaba para anunciarnos que había cocinado albóndigas y que fuéramos corriendo a su piso de Augustrasse, en Berlín; cuando mi tía Ana Rosa preparó fajitas de pollo para todos sus sobrinos en su piso de Sarrià, cuando mi padre cocinó un arroz a la cubana siguiendo una receta auténtica y por poco reventamos, cuando mi amigo Greg me invitó a probar su tortilla de patatas, “muy jugosa, como la hacen en Galicia”, cuando en casa de l’àvia tocaba comida “alemana” y salía de la cocina una bandeja humeante de chucrut y salchichas de frankfurt, o cuando mi último novio me puso delante el plato de alcachofas salteadas con un huevo escalfado que había estado preparando con mucha ilusión mientras yo jugaba con su hija…

"Creo que el amor que yo y muchos otros sentimos por la comida casera pone de relieve una verdad más profunda: que nuestras emociones sobre lo que entra en nuestra boca están vinculadas con nuestras emociones hacia la persona que prepara la comida, la conversación en la mesa, con los rituales culturales en torno al consumo de un plato", observa la escritora y crítica gastronómica palestino-estadounidense Reem Kassis en un reportaje reciente en The Atlantic.

Según Kassis, es normal que comidas y cenas en restaurantes se escurran de nuestros recuerdos, porque el contexto en que comemos condiciona las relaciones que se establecen en la mesa.

"Comer fuera es transaccional por naturaleza: las cuentas se dividen, el acceso depende de los ingresos, el tiempo en la mesa suele ser limitado y la interacción con las personas que preparan la comida tiende a ser inexistente", opina Kassis.  En casa, en cambio, el intercambio es totalmente distinto: “no eres un cliente, eres un invitado, y eso marca la diferencia", añade la periodista y chef, que disfruta invitando a gente a comer a casa porque así reconecta no solo con sus raíces palestinas, sino consigo misma, con sus recuerdos de infancia. Cocinar para otros le genera, tanto a ella como a sus invitados, un sentimiento de pertenencia.

Teniendo en cuenta todo esto, cuando el otro día mi amiga Ana propuso organizar una comida con el grupo de la universidad (contando maridos e hijos somos más de veinte) por unos segundos se me pasó por la cabeza ofrecer mi casa, así no tendríamos que ir a un restaurante, y sería un encuentro mucho más agradable y emotivo. Pero luego me rajé. ¿Qué les cocino, macarrones?, pensé angustiada. La última vez se me quemaron. Menudo estrés.