Las elecciones municipales y autonómicas del 28 de mayo van a generar muchas noticias y titulares en los medios de comunicación de nuestro país. Se van a generar, obviamente, para narrar qué partidos crecen, cuáles decrecen y quién desaparece del mapa institucional; pero también para especular sobre cómo van a influir las victorias y las derrotas en las elecciones generales previstas para finales de año. Ya saben ustedes que el principio de los vasos comunicantes suele funcionar en el ámbito político.

Todo está a punto para el 28M. Candidatos, líderes y partidos han colocado sus cartas sobre la mesa y engrasado la maquinaria electoral. Comentarios, promesas y golpes de efecto no van a faltar. Hay tantos puntos calientes en el aire —Valencia, Sevilla, Madrid, Aragón...— como lecturas interesadas habrá a posteriori. Pero es en la ciudad de Barcelona donde se libran varias batallas singulares en una sola. El resultado de esas batallas va más allá del devenir personal de Xavier Trias, Ada Colau o Jaume Collboni. A nadie se le escapa que lo que ocurra en la Ciudad Condal, tras las elecciones municipales, marcará los análisis y discursos de todos los partidos aquí y en Madrid. Están las cosas tan ajustadas que la naturaleza del gobierno de la ciudad va a depender tanto de la correlación de fuerzas que surja de las urnas como de los acuerdos poselectorales. Además, no olvidemos que ERC y Junts pugnan por la hegemonía en el espacio independentista, mientras los comunes intentan librarse de los daños colaterales del asunto Sumar.

Es probable que a medio plazo el PSC de Salvador Illa, para garantizar la normalidad institucional, se vea obligado a pactar y a negociar. Nada que objetar al respecto. Me atrevería en esas circunstancias tan solo a insinuar una advertencia fruto de la experiencia: los ayuntamientos y diputaciones constituidos a partir del diálogo pueden ser un instrumento de gestión eficaz al servicio de la ciudadanía. Pero para que ello sea posible, para que los acuerdos sean serios, conviene que los interlocutores de las partes estén dotados de autoridad y capacidad de acordar. Esta reflexión preventiva viene a cuento dado que, por ejemplo, en el caso de la diarquía de Junts cuesta averiguar quién es el interlocutor que manda en esa formación. No se sabe si es Jordi Turull o Laura Borràs el dirigente que toma las decisiones estratégicas; desconocemos si Carles Puigdemont tutela y cuál es el papel de Xavier Trias. Lo que planteo no es cosa baladí. A las mesas de negociación han de acudir interlocutores solventes con poderes delegados y no mensajeros de terceros. De su buen hacer pueden depender temas como la configuración de la Diputación de Barcelona y el pacto en unas cuantas alcaldías.

Algo parecido ocurre con y en ERC. Allí la diarquía ha sido siempre marca de la casa. La hubo entre Carod Rovira y Joan Puigcercós hasta la náusea. La actual está constituida por Oriol Junqueras y Pere Aragonès; entre un tipo temperamental y un president que es el arquetipo del quiero y no puedo. Aún recordamos los vetos de quita y pon que los republicanos aplicaron a los socialistas en el tema de los presupuestos de la Generalitat. Ese fenómeno no debe ni puede repetirse. Vienen tiempos difíciles en lo que respecta a la toma de decisiones tanto en el ámbito parlamentario como en el institucional. La necesidad de cerrar acuerdos va a estar a la orden del día y conviene ajustar los protocolos de relación entre partidos. Evitaríamos equívocos exigiendo a las partes interlocutores fiables y el cumplimiento estricto de los compromisos adquiridos.

Cuentan los historiadores que la autoridad dividida y ejercida simultáneamente entre dos personas funcionó en el Imperio Inca, Esparta, Cartago e incluso en Roma. Diarquía la hay en el Principado de Andorra gobernada por copríncipes y en la República de San Marino regida por dos capitanes regentes. Perfecto, pero con la que está cayendo en este país necesitamos dialogar con nomenclaturas menos sofisticadas.