Con los resultados del 28 de mayo, no solo se decidirá la composición de los plenos municipales, sino también de forma indirecta el gobierno de las diputaciones. Por eso ERC siempre reprocha a Junts que haya “entregado” el control de la tan deseada Diputación de Barcelona a los socialistas, y en las quinielas de los pactos se especula con un cambio de cromos entre la alcaldía de la capital y la presidencia del ente provincial, aunque ese escenario sea bastante improbable por la forma como se eligen los diputados provinciales. El año pasado las cuatro diputaciones catalanas cumplieron 200 años de vida, con una envidiable salud de hierro, y sin que nadie ponga en duda su continuidad, tampoco desde la Generalitat, cuya consejera de la Presidencia, Laura Vilagrà, en el acto de celebración de esa efeméride, les deseó dos siglos más de vida. Ojipláticos se quedaron muchos al escucharla.

Tanta efusividad es interesante porque durante décadas fueron Administraciones cuestionadas por la política nacionalista. Jordi Pujol intentó liquidarlas por diversas vías, con dos leyes. Primero en 1980, con una ley de supresión que fue declarada inconstitucional, y otra en 1987, con la que soñó convertir Cataluña en uniprovincial, con lo que hacía desaparecer las diputaciones, como en Madrid, Asturias o Cantabria, donde el Gobierno autonómico ha asumido sus funciones. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, pensó, hasta que se dio cuenta de las peligrosas implicaciones que eso tendría para CiU si finiquitaba una división provincial que prima electoralmente a Lleida y Girona en detrimento de Tarragona y Barcelona. La provincia única significaba la circunscripción única y el reparto proporcional de escaños al Parlamento de Cataluña. Así que jamás llegó a presentar en el Congreso la propuesta de integración de las cuatro provincias en una de sola. El pujolismo jugó la carta de las comarcas y pudo suprimir la Corporación Metropolitana de Barcelona, para gran enfado de Pasqual Maragall, pero se quedó con las ganas de meter en cintura a las diputaciones, que básicamente quería decir la de Barcelona, en manos de los socialistas.

En tiempos del tripartito, aunque las diputaciones se habían convertido en eficaces Administraciones locales de cooperación y asistencia a los ayuntamientos, el hecho de que fueran fruto de la división provincial tampoco gustaba. El catalanismo, y ya no digamos el nacionalismo, nunca se ha llevado bien con las provincias, y ha intentado organizar territorialmente Cataluña primero en comarcas y más tarde en veguerías. En ambos casos, la operación se ha saldado con un sonoro fracaso. La organización comarcal por minifundista y débil. La comarca sirve como referente geográfico, marca turística, gastronómica o vinícola, pero es una escala demasiado pequeña para organizar nada importante. En el nuevo Estatuto de 2006, con el tripartito en la Generalitat, se planteó ya no su supresión, imposible constitucionalmente, sino la partición de las provincias y su reformulación en consejos de veguerías, que serían diputaciones más pequeñas, eliminando las cuatro provincias, nacidas en 1822, para crear nuevas divisiones territoriales con sus respectivos órganos de gobierno.

Las veguerías iban a ser la monda. Esa nueva división organizaría los servicios de la Generalitat en el territorio, sería el ámbito para el ejercicio del gobierno local intermedio, a imagen y semejanza de las diputaciones, e iba a poder gestionar por delegación una parte de los servicios del Gobierno autonómico. Una especie de tres en uno. El Tribunal Constitucional, en su sentencia de 2010, confirmó las previsiones estatutarias sobre las veguerías, si estas se entendían, simple y llanamente, en el sentido de que eran las provincias en Cataluña y que los consejos de veguería, sus órganos de gobierno, las diputaciones. Obviamente, para modificar los límites provinciales se requiere el visto bueno de las Cortes. Inmediatamente, el Parlamento de Cataluña aprobó una ley de veguerías, que 13 años después no ha servido para nada, excepto para que en el Penedès se desatara una furibunda campaña a favor de una veguería propia, como protección frente a la gran metrópolis, lo que obligó a la cámara catalana a crear sobre el papel siete veguerías (Barcelona, Camp de Tarragona, Girona, Penedès, Catalunya Central, Alt Pirineu y Terres de l’Ebre). Un completo delirio. A fecha de hoy, los departamentos de la Generalitat no se organizan en veguerías. Los Mossos, por citar un caso relevante, se estructuran en nueve regiones, no en siete veguerías, y en Sanidad, otro ejemplo primordial que afecta a la ciudadanía, en seis regiones, que poco tienen que ver con las soñadas veguerías. Y así podríamos ir desgranando toda la Administración de la Generalitat. Evidentemente, los siete consejos de veguerías, como sustitutos de las cuatro diputaciones, no existen ni nadie ha previsto que vayan a crearse a medio plazo. Y probablemente, nunca. Atentos pues a lo que pase el 28 de mayo, también para las diputaciones.