Hay un excelente microrrelato del escritor valenciano Ginés Cutillas, titulado Los bárbaros e inspirado en un poema de Kavafis, en el que se cuenta cómo los habitantes de un reino cualquiera, ante la inminente llegada de los bárbaros, destruyen las murallas de la ciudad, queman las cosechas, abandonan a los infantes en barcos a la deriva, extirpan el útero a las mujeres fértiles, sacrifican a los ancianos y, finalmente, ajustician al rey para ahorrarles el trabajo a los invasores. Ocurre, sin embargo, que en medio de esa vorágine de autodestrucción, regresa un oteador para comunicar que no hay rastro de los bárbaros, que nadie los ha visto en mucho tiempo y que, incluso, hay quien dice que ya no existen.

Ya ven, una pequeña joya literaria que nos muestra aquello que el profesor Martín Alonso afirmó, mutatis mutandis, de una manera más prosaica: “Las historias ficticias producen emociones reales y las emociones tienen consecuencias”. Algo parecido, también, a lo que sostuvo hace unos meses Felipe González, quien aseguró que, “en democracia, la verdad es lo que los ciudadanos creen que es verdad”. Así que no importa si las creencias se asientan sobre aquello que Hannah Arendt llamaba verdades factuales. No importa que los bárbaros ya no existan si para los habitantes del reino su llegada es inminente e incontestable. Ese es el enorme poder de aquellas convicciones que se acomodan a nuestra visión del mundo o que agitan algún instinto tribal. Pueden ser falsas, pero se asumen como verdaderas y provocan consecuencias reales.

En esa capacidad de sugestión de ciertas creencias –también en su naturaleza obstinada– he estado pensando tras ver algunas reacciones que se han ido produciendo en el mundo del fútbol desde que se descubrió que el Barça estuvo pagando al vicepresidente de los árbitros durante 17 años. Porque ese hecho probado –y a expensas de lo que determine la justicia– no parece haber sido suficiente para eliminar –ni siquiera mitigar o desvaír– una creencia muy arraigada tanto en buena parte del barcelonismo como en buena parte de otras aficiones: que el club que ha influido siempre en los árbitros ha sido el Real Madrid. De hecho, desde que se conocieron los pagos a Negreira, parece que la hostilidad hacia el Madrid en los campos de España no solo se ha mantenido inalterable, sino que ha aumentado. “Así, así, así gana el Madrid” cantaron en el Villamarín tras sancionar el árbitro un manotazo diáfano de Ruibal a Camavinga. Y eso mismo cantaron en el Camp Nou en el partido de vuelta de la Copa del Rey tras el claro penalti a Vinícius.

Pero no solo ha ocurrido entre las aficiones. El entorno culé también ha fundamentado sus justificaciones sobre esa creencia, sin darse cuenta de que, de hecho, estaban reconociendo su voluntad de influir en las decisiones arbitrales. Tatxo Benet, socio de Jaume Roures en Mediapro, aseguró que los pagos habían servido para “equilibrar las cosas”. Varios exdirectivos y expresidentes, según desveló El Mundo, reconocían en privado que habían pagado “en defensa propia”. El tertuliano de El Chiringuito Jota Jordi dijo que el Barça iba a articular su defensa incidiendo en esa búsqueda de neutralidad. Y el periodista Carles Fité, después del último clásico, dijo que el Madrid había conseguido influir en el árbitro sin necesidad de pagar, lo cual era una forma no demasiado sutil de reconocer la naturaleza delictiva de los pagos a Negreira. Gerard Piqué se defendió calumniando: aseguró que, si se tirara de la manta en la UEFA y la Champions, el Madrid saldría salpicado por todos lados. Alguien le diría a Laporta que no estableciera esa relación en la rueda de prensa que ofreció para dar explicaciones. Ya ven, actuaron porque venían los bárbaros.

Un par de consideraciones finales. La primera, que explicaría la obcecación de algunos por negar evidencias: en 1956 el psicólogo Leon Festinger publicó When prophecy fails, obra clásica de la psicología social en la que el autor expuso por primera vez su teoría de la disonancia cognitiva. Después de infiltrarse, junto con su equipo de trabajo, en una secta milenarista, Festinger llegó a la conclusión de que, bajo ciertas condiciones, los adeptos a ese tipo de cultos, cuando la realidad contradice sus creencias, en vez de reconocer su error, no solo refuerzan su fe, sino que intensifican su afán proselitista, sobre todo aquellos que se han mostrado más comprometidos con la causa.

Y la segunda, que intenta tasar la calidad de uno de los argumentos más socorridos: a todos aquellos que nos están intentando convencer de que no hay nada reprobable en pagar para obtener la neutralidad de los árbitros cabría preguntarles qué les parecería que el Real Madrid, que se personará en el procedimiento como parte perjudicada, pagara a los jueces que sentenciarán el caso para asegurarse la neutralidad de su decisión.