La lucha de la Gestapo lingüística contra el castellano, lengua oficial de Cataluña y materna del 53% de los catalanes, es la revancha del ultranacionalismo. No hay república ni se la espera, el referéndum ilegal no va a repetirse, el “acuerdo de claridad” suena a chanza y los autoexiliados retrasan su vuelta porque saben que cometieron una ilegalidad tras otra. El independentismo ha asumido que el procés agoniza y busca votos agitando el catalán como bandera.
Impiden que los niños estudien el español en la escuela pública, los chivatos del catalán denuncian a los profesores que utilizan el castellano en las universidades y se provoca la expulsión de enfermeras que acaban de llegar de Andalucía y no tienen el C1, un test que no aprobaría la mayor parte de los catalanes. Entre las últimas actitudes xenófobas, se incluye la exigencia de una declaración jurada a los profesores aceptando que solo hablarán catalán a sus alumnos. Poner en TV3 a una Virgen del Rocío farfullando en supuesto “andaluz” ha sido la gracieta más comentada. Llevan años, los bufones del régimen, llamando “puta España” al país en el que vivimos. Y ni siquiera sorprende, parece normal.
El fracasado y agotador procés se ha convertido en una venganza lingüística, con tintes racistas, contra todo lo que suene a español, ya sea un camarero, una canción, un cuadro, una calle, un maestro o una virgen. Siento vergüenza cuando leo que la enfermera que criticó, en su tiempo libre, la obligación de obtener el C1 para asegurar la plaza se ha vuelto, aterrada, a su tierra natal. La joven fue sometida a un interrogatorio pseudopolicial en el que el enviado de la Generalitat sólo utilizó el catalán. Otras sanitarias han sido obligadas por el Govern a retractarse para poder seguir en un hospital que las necesita.
El nacionalismo se basa en eso, en pensar que tu pueblo, tu laboriosidad, tu cultura y tu lengua son mejores que las del vecino. Lo extraño, e inaceptable, es que ese sentido de superioridad respecto al resto de España --que no tiene razón de ser en términos de crecimiento socioeconómico ni de nivel educativo-- crezca y se afiance. Traes a inmigrantes porque te faltan trabajadores, porque los nacidos en Cataluña no quieren esos empleos, y les haces la vida imposible. Ridículo.
Gracias a gallegos, murcianos, andaluces, manchegos, a inmigrantes de distintos países, Cataluña prosperó. Llegó a ser la locomotora industrial de España y de su economía. Ya no lo es. El Poblenou y el área metropolitana de Barcelona, los cinturones de otras ciudades catalanas, se convirtieron en el hogar de españoles de distintas provincias; ahora, de extranjeros con acentos latinoamericanos, africanos o europeos que se esfuerzan por entendernos.
Nunca hasta hace una década pensé que uno de mis idiomas familiares, el catalán, fuera a convertirse en el siglo XXI en arma arrojadiza contra los llamados nouvinguts, sus hijos y su lengua materna, que es oficial en todo el Estado español. ¿Cómo íbamos los demócratas a exigirles que hablaran “sólo” en catalán, en el cristiano de la Moreneta? Eso eran cosas del franquismo.
La policía de la lengua se siente segura, bien vista, subvencionada. Y lo políticamente correcto es obviar el conflicto lingüístico que estamos viviendo; no comentar la impostura de esos políticos nacionalistas que han estudiado y/o llevan a sus hijos a escuelas privadas donde aprenden varios idiomas. Se empeñan en querer convencernos --como mantiene Jordi Pujol en su vuelta a la escena-- de que el catalán se muere. No es verdad. Nunca se ha hablado, escrito o estudiado tanto.
Por eso, los constitucionalistas, seamos de izquierda, centro o derecha, debemos seguir pidiendo que se cumplan las sentencias y se respeten, como indica la Unión Europea, las lenguas maternas. Ya sé que es un tostón seguir hablando del procés, y que quejarse de la situación del castellano no gusta a quienes han de pactar con partidos independentistas para seguir gobernando. Negociaciones políticas al margen, la izquierda federal y constitucionalista, el PSC, debería oponerse a esta conculcación de los derechos de los ciudadanos hispanohablantes en una parte del territorio español.
En las escuelas, cuando un equipo pierde, se pide una partida más para recuperar el honor y ganar al contrario. El equipo independentista exige ahora la revancha en su particular patio de colegio. Para vengarse de los supuestos daños o perjuicios ocasionados por el “Estado opresor” pretenden acabar con la lengua común, con el español. La mayoría de los ciudadanos, sin embargo, no quiere participar en esta competición lingüística malsana, llena de trampas y faltas. Quieren cargarse el envidiado bilingüismo de Cataluña y ganar el procés en los penaltis de una absurda revancha.