No soy una persona creyente, pero me encanta la decoración navideña: estrellas, trineos, Papás Noeles, guirnaldas, angelitos colgantes, el pesebre, el árbol en una esquina, con sus bolas brillantes y lucecitas de colores… Este año tengo la suerte de estar viviendo en una casa grande, con espacio suficiente para toda esta alegre parafernalia, aunque cuando vivía sola en mi pequeño piso de soltera también me aseguraba de colgar algún detalle navideño. Me daba sensación de hogar. Por eso, cuando un amigo que vive solo me confesó que en su piso nuevo no había colgado ningún detalle –“Nada, cero Navidad. Ni un triste arbolito. Un hogar muy laico, que tampoco hay niños que ilusionar”— se me rompió un poco el corazón.
“Eso no es cierto. El niño sigue estando ahí, siempre”, le dije por teléfono, mientras lo imaginaba cenando solo en su piso de soltero, las cortinas aún por montar, sin poder alegrar la vista con un Papá Noel o un muñeco de nieve sonriente. Y, en un arrebato de impulsividad, al día siguiente bajé a un todo a cien a comprarle una guirnalda con una estrella fugaz y una carta a los Reyes Magos. “Quiero que la escribas a mano y la eches al buzón”, le ordené. Mi amigo, algo abrumado por mi impulsividad, se echó a reír. “No sé por qué de mayores dejamos de hacer estas cosas”, me confesó.
Y nos pusimos a hablar de lo importante que es conservar la ilusión, aunque ya no seamos niños… Y la ilusión, en la edad adulta, suele llegar a través de pequeños detalles: desde colgar una guirnalda navideña en la puerta, a probar cosas nuevas, expresar lo que sentimos, emocionarnos con los pequeños detalles, fantasear, dejarnos llevar. En fin, vivir la vida un poco más como un juego.
“¿Cuál era tu rey mago favorito?”, quise saber. “De pequeño era Baltasar. Pero ahora es Melchor, el blanco, me debo estar volviendo conservador”, me contestó mi amigo, con la carta entre las manos. Y por unos instantes reconectamos con nuestras memorias de infancia –las luces del árbol, el pesebre, los villancicos, las cabalgatas, los abuelos que ya no están— y nos olvidamos por un rato de nuestra ordinaria cotidianidad. Feliz Navidad.