Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, respondió el otro día con cajas destempladas a una estudiante que le preguntaba si sus cambios en la forma de vestir estaban relacionados con una cierta moderación en sus postulados políticos. No era una pregunta sobre la ropa, sino sobre el comportamiento político. Además de negarse a responder, se expresó con un tono de claro desprecio hacia quien planteaba la cuestión: “Me visto como me da la gana”. Algo que nadie cuestionaba. Luego pidió perdón tanto a la estudiante como en las redes sociales, pero, al pronto, ante la falta de respuesta argumentada, soltó la coz dialéctica.
No es la única. Hay hoy un cierto caldo ambiental que promueve la agresividad verbal y el insulto como sustitutivos del argumento. Sobre todo cuando no se quiere o no se sabe argumentar. El caso más llamativo es el de la diputada de Vox, cuyo nombre no vale la pena recordar, en el Congreso, ante la pasividad de quien actuaba como presidente en funciones, el socialista Alfonso Gómez de Celis, y el silencio cómplice de los diputados del Partido Popular, con la única excepción de Cuca Gamarra.
Días antes, Pablo Iglesias y Pablo Echenique se habían dedicado a denostar a la vicepresidenta del Gobierno, Yolanda Díaz, por su actitud moderada en la polémica sobre las consecuencias de la ley del solo sí es sí, promovida por el ministerio que encabeza Irene Montero. Curiosamente, una de las expresiones utilizada por Iglesias fue “cobarde”, la misma a la que recurre con frecuencia Vox (“derechita cobarde”) para descalificar al Partido Popular.
Isabel Díaz Ayuso, tan dada a la palabra gruesa, había acusado días antes al Gobierno español de actuar como el de Nicaragua y pretender meter en la cárcel a toda la oposición. Es decir, acusaba al Ejecutivo de comportarse como una dictadura. Al presidente de su partido, Alberto Núñez Feijóo, esa afirmación le parece una “hipérbole”, según declaraba al diario La Vanguardia. Y añadía que él no era dado a ese tipo de exageraciones. Puede que sea verdad, los partidos, salvo Vox y Junts, que insultan más que hablan, han decidido repartirse los papeles. En el PP, Feijóo va de bueno y dice que no insulta, pero encarga los insultos a sus subordinados. Especialmente a Javier Maroto que, desde que su partido está en la oposición, se ha convertido en un ferviente bebedor de vinagre.
Aunque, si bien se mira, en el caso de Díaz Ayuso la cosa no está tan clara. No son pocos los que dudan de quién se subordina a quién. La prueba es que Feijóo acostumbra a adaptar sus decisiones a las ocurrencias de la dirigente madrileña. Debería consultarle antes de hablar. Así igual evitaba criticar que los senadores de Podemos no acudan al pleno del Senado, al ignorar que este partido no tiene a nadie en la Cámara, o se ahorraba decir que George Orwell (seudónimo de Arthur Blair), fallecido en 1950, escribió su novela 1984 precisamente en ese año, cuando lleva un montón de tiempo muerto.
De todas formas, conviene admitir que, luego, Díaz Ayuso enmendó sus propias palabras convirtiéndose en una verdadera propagandista del PSOE al afirmar que este partido buscaba hacer de España una “república laica y federal”. No pocos españoles de izquierdas debieron de pensar que ya sabían a quién votar. La pena es que no sea cierto.
Los de Vox son, desde luego, los más insultones. Desde la superioridad moral que les da su dominio de la verdad más verdadera, llaman a los demás inútiles, payasos o dicen que sus mujeres tienen “hombría”, sea eso lo que sea, pero los otros partidos están entrando al trapo. Y no deberían. Si un partido quiere centrarse en el insulto ante la falta de argumentos, allá se las componga. Cobrará su premio en titulares que les darán los Farreras y compañía, encantados con cualquier frase que suene a escabrosa. A los exabruptos no se les puede responder con otro exabrupto, porque el paso siguiente son las manos.
No se ha dicho aquí nada de Ciudadanos. Es que merecerían un artículo en exclusiva. Desde que han quedado sumidos en la poquedad, tras su entrega entusiasta al Partido Popular en toda España, han abandonado la racionalidad de la que quisieron hacer gala sus padres fundadores para ganarse los titulares a base de decirla bien gorda. Su principal problema, sin embargo, es que acostumbran a llegar tarde. Los insultos que emplean ya han sido, en la mayoría de los casos, utilizados por otros.
Por si no se les ha ocurrido: aquí va una ocurrencia sacada de El último peldaño, libro póstumo de Miguel Catalán: “Se equivocó al llamar Su Excrecencia a Su Excelencia. Por suerte, el error de protocolo pasó inadvertido”.