Por mucho que les pese a Alberto Núñez Feijóo y a su vocera Cuca Gamarra, los Presupuestos Generales del Estado han cruzado su Rubicón particular. Lo de la excepción ibérica funciona y la conexión energética de la Península con el sur de Francia también promete. Aquellos que dicen que Pedro Sánchez es un político casado con la suerte deberán reconsiderar ese criterio tan poco científico. Algo debe hacer bien el presidente del Gobierno cuando tantas cosas le lucen. Valga como ejemplo puntual de lo que planteo la coordinación y alianza en la Unión Europea de España y Portugal. A nadie se le escapa que la amistosa imagen fotográfica de Antonio Costa y Pedro Sánchez en las portadas de la prensa recupera las esencias de un cierto sentimiento iberista subyacente en la historia de ambos países.
El iberismo tuvo su prédica a finales del siglo XIX, en pleno apogeo de los movimientos de unificación nacional que se producían en otras partes de Europa. En nuestro país estuvo asociado principalmente a las ideas del republicanismo progresista y federalista. El proyecto de una Iberia unida pasó por infinidad de altibajos y vicisitudes. Sobre la mesa de discusión aparecieron propuestas de unión que iban desde la unificación monárquica del diplomático español Sinibald de Mas Sanz, a la federación republicana ibérica del presidente de Francesc Pi i Margall, pasando por la integración de naciones del presidente portugués Teófilo Braga y la Confederación de Repúblicas Ibéricas del presidente de la Generalitat Francesc Macià. Incluso el anarquismo militante, la FAI, incorporó a sus siglas la referencia ibérica. También algunos grupos de izquierdas como el POUM predicaban la necesidad de avanzar hacia una Unión de Repúblicas Socialistas Ibéricas.
Pero el iberismo también contó con la simpatía de una nutrida lista de notables en la que se encuentran, por ejemplo, el general reformista portugués Latino Cohelo, el primer ministro luso Costa Cabral y el escritor Fernando Pessoa. En España, con todas las prevenciones y matices que se quieran, tenemos al político liberal Juan Álvarez Mendizábal, al escritor Sixto Cámara, al general Juan Prim, al presidente Emilio Castelar e incluso Miguel de Unamuno.
Celebramos este año el centenario del nacimiento del gran pensador y humanista luso José Saramago. Un escritor empeñado en transmitir a sus lectores humanismo y conciencia solidaria, pero también un defensor convencido de un iberismo de nuevo cuño. Entendía el iberismo como la oportunidad de sustituir a los nacionalismos defensivos por la ciudadanía racional y responsable. A los gerifaltes del nacionalismo catalán más irredento, Laura Borràs y Oriol Junqueras, no les iría nada mal una lectura comentada del Ensayo sobre la lucidez. Sobre lucidez e iberismo nos dejó una buena muestra en el prólogo al libro de César Antonio Molina Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa, en el que se pregunta y se responde a sí mismo: “¿El iberismo está muerto? Sí. ¿Podremos vivir sin iberismo? No lo creo”.
En el iberismo práctico de los presidentes de España y Portugal se encuentran, quizás sin pretenderlo, algunas de las claves para avanzar en una mayor integración e interrelación de los pueblos de la Península. Los proyectos comunes y las necesidades unifican criterios y ablandan sectarismos. Pere Aragonès se apresuró en aplaudir la prometida conexión energética entre Barcelona y Marsella, el president de la Generalitat seguramente vio en ella mucho de iberismo práctico, poco de táctico.