Hoy es Sant Jordi y, teniendo en cuenta que me encantan los libros e incluso he escrito algunos, se supone que debería dedicar esta crónica a celebrar la importancia de una fecha tan señalada. Pero da la (no tan) casualidad de que me he escapado unos días a Atenas --mi primer viaje al extranjero después de casi tres años-- para visitar a mi amiga Christina, a quien hace muchos años que no veía.
Christina y yo nos conocimos hace 17 años, estudiando un postgrado en Historia del Arte en Londres, y supe que me caería bien desde el primer día. Recuerdo entrar en el auditorio de la facultad para atender a una clase magistral sobre arquitectura gótica que impartía un distinguido profesor de Mánchester con un acento tan marcado que no entendía nada. ¿Toda la vida estudiando inglés para esto?, pensé, jugando con el boli, incapaz de poder tomar apuntes. Miré de reojo a la chica de rostro pálido y ojos almendrados sentada a mi lado (Christina) y vi que tampoco estaba tomando apuntes. “¿Tú entiendes algo?”, le susurré, intuyendo que era extranjera. “Ni una palabra”, me respondió ella con una sonrisa traviesa.
Al salir del auditorio nos presentamos y nos fuimos juntas a almorzar a la cafetería. Christina siempre se traía su tupper de comida griega, preparada por ella o por su madre, que vino dos veces expresamente desde Atenas para cocinarle cuando teníamos exámenes, y para beber se pedía un café con leche. Cumpliendo con el cliché griego, Christina bebía café a todas horas. Nuestros encuentros consistían en quedar para tomar un café, aunque fueran las 7 de la tarde, y después íbamos a ver alguna exposición, o al cine. Londres en el año 2005 era para nosotras, dos veinteañeras mediterráneas dándoselas de intelectuales, un paraíso cultural. “¿Crees que tendría que buscar trabajo y quedarme a vivir en Londres?”, me preguntaba constantemente Christina, unos años mayor que yo.
Christina es una de las mujeres con más cultura que conozco. En Grecia estudió Arqueología y se doctoró en arte clásico, después se marchó a París para especializarse en pintura gótica francesa en la Sorbona. De allí se fue a Londres, donde hizo otro postgrado y un máster, esta vez sobre manuscritos ilustrados medievales, y finalmente se fue a Holanda para cursar otro máster más especializado en pintura flamenca.
Sin embargo, en lugar de intentar abrirse camino en alguna ciudad europea, mi amiga siempre ha acabado regresando a Atenas, donde viven sus padres y su hermana, y sobrevive gracias a trabajos en galerías o museos privados, generalmente mal pagados y muy por debajo de sus capacidades. A ella lo que de verdad le gustaría es ser estudiante toda la vida.
“¿Por qué hemos de trabajar?”, me preguntaba con la misma sonrisa cínica el pasado miércoles mientras cenábamos pulpo y dolmades de arroz en el barrio de Monastiraki. Encogí los hombros. La sociedad ha elegido por nosotras lo que hay que hacer: ser ambiciosa, trabajar, ganar dinero, casarse, comprarse una casa, tener hijos. Yo me he acabado amoldando un poco al sistema, pero Christina tiene muy claro que no lo hará. Sigue soñando con hacer otro máster y se ha puesto a estudiar holandés.