He tardado en ver Borgen, la exitosa serie danesa sobre política y periodismo alabada por el mismísimo The New York Times. Decidí hace unos días darle una oportunidad. Cuando emitieron los primeros capítulos, entre 2011 y 2013, acababa de instalarme en Lisboa. Volvía de noche a casa, cansada. Sin ganas de ver la televisión, salía a la terraza de mi apartamento en el Chiado a leer y escuchar las sirenas de los buques que surcaban el Tajo. Meses antes había dejado la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales; estaba saturada de intrigas políticas e intuía que lo peor estaba por llegar. Dimití y salí volando hacia el Atlántico.
Lo último que deseaba en aquel entonces era enfrentarme, aunque fuera en la pantalla, a políticos copiados de la realidad. Nunca he sido apolítica (palabra prohibida para los jóvenes de la Transición), pero el día a día de los pasillos me desilusionó. Llegué a Portugal dispuesta a ser una trabajadora desplazada, alguien que pasa por allí, por el país de los otros.
No fue difícil. Los portugueses se alejan de la confrontación personal. Yo creo que esa paciencia, a veces exasperante, proviene del aire del Atlántico, que llega fresco y levantando enormes olas, tomándose su tiempo para soplar las verdades. De esperar también sabe mucho el gallego presidente del Partido Popular. Todos hablan del efecto Feijóo, aunque aún no ha hecho ni dicho casi nada.
El alma lusa pelea menos y es bien educada. Durante mi etapa como directiva del grupo de medios Media Capital solo nos gritábamos “a vontade”, sin pelos en la lengua, con Luis Marques, director general de SIC, la otra televisión privada portuguesa. “Lo hemos vuelto a hacer, hemos discutido a la española”, me dijo Luis después de un debate memorable.
En España, con el bipartidismo más necesitado que nunca de los extremos, los fieles se lo toman todo a pecho. Cada uno tiene sus demonios y los engrandece para darse la razón. Vuelve la frase que mejor resume la polarización: “El que no está conmigo está en mi contra” (Mateo 12:30). Se acepta la mentira, la falta de respeto y hasta el insulto; cuesta hablar con el disidente, entenderse con alguien que no piensa como tú.
Estamos llegando a un sonado fin de fiesta que se nota en el ambiente. Pasa en cualquier país cuando se acercan elecciones. Aparecen y desaparecen partidos en Europa. Se hunden grupos históricos, como ha sucedido con el Partido Socialista francés. En España, otros bien nuevos, como Ciudadanos, sucumben a la presión, al egocentrismo. Y en Podemos andan peleándose con la vicepresidenta Yolanda Díaz, pero sin romper la baraja. No lloren por ellos; los cambios no son un drama.
Toca convertir a Vox y a sus votantes en el enemigo feroz. Se ven fantasmas del franquismo por cualquier esquina. En esta Semana Santa, que llega tras años sin procesiones, hay quien se empeña en insinuar que los cientos de miles de personas que han seguido los pasos piensan todos igual, que son ultracatólicos, de derechas e incluso guerracivilistas. Válgame Dios. ¿Y si, simplemente, les gusta esa tradición de siglos? ¿Y si quieren aplaudir a los costaleros (y costaleras) cuando hacen bailar a la virgen? ¿Y si están aburridos de tanta prohibición, de tanto prejuicio, de tantas certezas?
Mas allá del empeño en vivir mejor contra alguien, el reciente cambio en la ejecutiva del PP ha tenido un efecto positivo en sus posibilidades electorales. Según los últimos sondeos del CIS de Tezanos, los conservadores suben y Vox baja. Por el otro lado, el PSOE se mantiene y Podemos está cayendo. Vasos comunicantes. Todos quietos, no hay motivos –estadísticos— para adelantar elecciones generales ni mover fichas.
Me gusta una frase de Winston Churchill que he conocido gracias a mi entrada en Borgen: “Algunos cambian de partido para defender sus principios; otros cambian de principios para defender a su partido”. Apareció en pantalla después de que la ex primera ministra, harta de ser ninguneada y preocupada por la corrupción, anunciase la fundación de un nuevo partido. Llegará pronto la cuarta temporada, en junio, y veremos si la batalladora protagonista consigue que deje de oler a podrido en Dinamarca.
Tengo miedo de las personas sin contradicciones. Me aburre saber lo que alguien va a decir antes siquiera de que lo escriba, intuir que jamás dirá una palabra que se aleje del credo de quien le contrata. Esos políticos o periodistas que siempre están en la línea correcta, que se creen en posesión de la verdad verdadera, aburren a la ciudadanía y aumentan la abstención. Acomodar los hechos a tus objetivos no mejora las oportunidades de los partidos ni la credibilidad de los medios. La fe ciega solo mueve montañas en el antiguo testamento.