El vicepresidente de Castilla y León, Juan García-Gallardo, quiere derogar el Estado de las autonomías, y el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, quiere la independencia de Cataluña a machamartillo. Ambos tratan de demoler el título octavo de la Constitución, pilar de nuestra convivencia, y ambos lo hacen desde cargos institucionales basados en la Carta Magna, que además les da de comer. Vox y el mundo soberanista son fuerzas concomitantes que, desde luego, no piensan lo mismo, pero hacen lo mismo: fomentan el desconcierto.

Vox no aplica la ley de partidos porque no somete sus cargos a votación; los nombra por aclamación, como cuenta Miguel González en su libro Vox SA, el negocio del patriotismo en España. El partido ultra también dice que la soberanía no reside en los ciudadanos sino en la nación. Nación es un concepto nacido del romanticismo alemán que diluye en pura ideología las democracias institucionalizadas, igual que lo hacía con disimulo aquel principio nacionalista catalán de fer país, cuando en realidad lo que estaba y está en juego es la gobernanza y la rendición de cuentas.

Nación es una entelequia frente al concepto de Estado. Nación es una hipostasia --tomar algo abstracto como una realidad-- mientras que el Estado es una institución concreta que engloba a los ciudadanos y, si es un Estado de derecho, como el español, se rige además por la división de poderes.

En Cataluña, en los últimos años, la ausencia de acción de gobierno se ha sustituido por el activismo declarativo y por una proliferación de gestos “que han pasado del desprecio institucional a la pura mala educación”, como expone Josep Maria Bricall, exrector de la UB. En un texto publicado en Política&prosa, el prestigioso profesor resume su experiencia en el regreso de Tarradellas y en el Govern de la Generalitat provisional como esfuerzo por gobernar y fortalecer la institución en vez de iniciar una nueva deriva del catalanismo desde la sociedad.

Cataluña necesita ser gobernada: “Tienes que gobernar y también hacer ver que gobiernas. Gobernar a través del Estado o de la Generalitat. Lo que no puede ser es que no gobierne nadie”. Cuando Bricall destaca la conveniencia de “hacer ver que gobiernas”, defiende la comprensión real de la esencia del poder, frente a la sectarización de la acción pública desplegada por el nacionalismo y por los populismos de derechas e izquierdas.

Sin instancia política, la ideología resulta un pensamiento muchas veces impuesto por la fuerza de las palabras y no de las verdades. Y aquí entra Podemos, la tercera pieza en discordia en lo que atañe a la disgregación del aparato político en fragmentos reivindicativos que construyen un mapa ingobernable de objetivos “empoderados”, siguiendo el término lamentable del partido que fundó Pablo Iglesias.

Santiago Abascal se ve favorecido por el buen resultado de Le Pen en Francia, aunque no olvidemos que la apuesta del líder de Vox era el extremista xenófobo y homófobo Éric Zemmour. Abascal quiere apuntarse a la respetabilidad ganada por Le Pen, pero las políticas económicas nacionalistas de ambos líderes no concuerdan con el consenso europeo.

El peligro de Vox es latente, así como lo es la dispersión de Podemos y la amenaza permanente del soberanismo, como fuerza anticonstitucional. Salvada la vicepresidenta Yolanda Díaz por su rigor, quien sobra es Ione Belarra, depositaria del rencor. Y sobra la amenaza de Abascal cuando dice que, si la sociedad española se quiere suicidar, “tendremos que intervenir”. Un poco de yuyu sí que dan.