Nada resulta más fascinante, más curioso y divertido a la vez, que una buena noche electoral. Unos comicios --y poco importa que sean municipales, autonómicos o generales-- son siempre un espectáculo del que disfrutar armado de un buen bol de palomitas. Sí, es cierto, aparentemente son todos idénticos, como los bombones de Forrest Gump, aunque siempre trufados de singularidades, sorpresas y detalles irrepetibles que no se revelan hasta que uno le quita el envoltorio al chocolate y lo deshace lentamente en la boca.
No importa cuántas veces acudamos a las urnas, ni importa quién ganará o perderá, subirá, bajará o será borrado del mapa; tampoco es significativo con quién yacerá el vencedor en la coyunda que sobrevendrá a continuación, en plena resaca, dada la cada vez mayor fragmentación política. Eso son minucias, porque el discurso que emiten los líderes tras las elecciones de turno siempre es el mismo, un déjà vu hasta en las comas del redactado. Aquí, en el ruedo ibérico, todos ganan siempre, o salen fortalecidos de la contienda electoral aunque se queden en pelota picada mirando a Cuenca; por lo tanto nadie, nunca, jamás, ni en sueños, entona el mea culpa. Aquí los términos reflexión, análisis, autocrítica, varapalo, error táctico y dimisión no existen ni tienen cabida. Parafraseando el título de la célebre comedia de Peter Bogdanovich, fallecido hace pocas semanas, en España, a lomos de los caballitos del carrusel electoral, “todos rieron”, todos se lo pasaron bien, y ninguno pagó por la leche derramada.
Es incuestionable que Alfonso Fernández Mañueco ha ganado las elecciones en Castilla y León. Si de contar votos se trata, ha ganado; aunque por el camino se deja, con respecto a los anteriores comicios, 55.000 papeletas. Los dos escaños de más (de 29 a 31, a 10 de la mayoría absoluta) se deben en buena medida a una participación más baja de lo esperado. Quizá para un viaje como este no hacía falta tanta alforja. Los motivos esgrimidos por el PP a la hora de adelantar elecciones eran diversos, e incluían el miedo a una hipotética moción de censura por parte de Cs, la idea peregrina de que otro 4M a la madrileña era posible, y que el tirón formidable de Isabel Díaz Ayuso no está, en modo alguno, por encima del tirón de las siglas del partido conservador. De haber salido la cosa mucho mejor, Pablo Casado viviría más tranquilo. Su liderazgo, con Ayuso respirando en su nuca, dejaría de ser cuestionado. Incluso, en ese ambiente de laxa y feliz ebriedad, hasta Juan Manuel “El próximo soy yo” Moreno se animaría a adelantar elecciones en Andalucía, tal y como le han sugerido periodistas mediáticos como Luis del Pino.
Pero la victoria de Mañueco y del PP en CyL es pírrica, por los puntos, porque al quedar lejos de la mayoría absoluta se abre un panorama de incertidumbre postelectoral que durará hasta la misma fecha de investidura. Mañueco deberá cambiar, porque la matemática parlamentaria da de sí lo que da de sí, el abrazo de Ciudadanos, partido que ha sufrido una debacle “con” precedentes, por el amor de pago de Vox, que sale de los comicios disparado como un misil, pasando de 1 a 13 diputados y de 75.000 votos a 212.000.
Durante la campaña electoral, y debido a la necesidad de sacar pecho y marcar distancia con Vox, hemos visto cómo el PP ha rechazado repetidamente la posibilidad de llegar a pactos con la formación de Santiago Abascal, aun cuando Ayuso asegura no ver problema alguno en esos pactos y anima a que se aborden sin el más mínimo complejo. El objetivo de los azules era poder gobernar sin ataduras, socios o hipotecas. Pero el hombre propone y Dios dispone. Ahora, con los resultados en la mano, y ante una pista de baile desierta, si los populares quieren mecerse a ritmo de vals tendrán que hacerlo con uno con barba y a caballo, porque Abascal exigirá --ya lo hizo desde el primer momento-- la vicepresidencia de la Comunidad para su candidato, Juan García-Gallardo, amén de la derogación de políticas de izquierdas como el Decreto de Memoria Histórica o la Ley de Violencia de Género podemita. En Vox tienen muy claro que no son “muleta de nadie” y que sus votos no pueden valer menos que los de Ciudadanos, lo que conlleva idéntica representación en el gobierno de la Comunidad; porque si hay que ir, se va, pero ir y venderse por un plato de lentejas frías y sin sofrito de tomate es tontería...
¿Tiene alguna opción más sobre el tapete el Partido Popular para gobernar en soledad --o en compañía no intrusiva, a base, quizá, de pactos puntuales-- el reino reconquistado de no ceder a las exigencias de Abascal? Solo una. Pero imposible a todas luces: que todos sean buenos y se abstengan en la investidura de su cabeza de lista. Empezando por el PSOE. Y va a ser que no, porque Pedro Sánchez, que aún no ha asimilado el monumental bofetón que ha supuesto para los socialistas perder 7 escaños y 117.613 votos, se consolará viendo a sus enemigos cocerse en su propio jugo, y siempre podrá sacarle mucho rédito al manido argumento de que ellos son el “doberman negro de la ultra-ultra-derecha más allá de la extrema derecha” y blablablá...
El electorado del PP tampoco aceptaría un pacto de cogobernanza con el PSOE a fin de cerrarle el paso a esa estigmatizada ultraderecha --tiene bastante pecado demonizar a Vox, que aún no ha roto un solo plato de la vajilla constitucional, mientras se homologa y otorga bula a podemitas chavistas y a nacionalistas supremacistas filofascistas– por mucho que pataleen desde Bruselas o desde el mismísimo Club Bilderberg. Ni tampoco será aceptada por sus votantes una repetición electoral. Así que no queda otra. Mañueco y Juan García-Gallardo, con Casado a un lado y con Abascal al otro, deberán sentarse y negociar. Como bien apunta una mujer poco dada a medias tintas como es Cayetana Álvarez de Toledo: “Tiene que haber una alternativa a lo que Sánchez y su mundo representan, y tiene que ser nítida y clara. [...] Es más que evidente que con esta estrategia no llegaremos a Moncloa”.
En resumidas cuentas las elecciones a Castilla y León nos dejan una modesta pero compleja victoria del PP en lo que a gestión y pactos se refiere; un avance arrollador de Vox; una emergente e importante presencia de partidos autóctonos, cantonales, que buscan dar voz a esa España ninguneada que no logra sentirse representada por nadie; un descalabro importante para el PSOE; la condena a la irrelevancia de los Ciudadanos de Francisco Igea, que pierden todo su equipaje, y también de Podemos, que pese a presentarse coaligado con Izquierda Unida y Alianza Verde solo logra retener el escaño de su líder, Pablo Fernández, complicando aún más las aspiraciones de Yolanda Díaz a la hora de recomponer y liderar un nuevo espacio de ultraizquierda populista.
Y a pesar de todo eso, como en la mencionada película de Bogdanovich, todos rieron, todos ganaron, todos resisten, todos son imprescindibles y nadie es responsable. Así se escribe la política.