Dicen que el diablo está en los detalles. No se me ocurre otra expresión más precisa para evaluar lo que ocurre con frecuencia en Cataluña y que, con la misma frecuencia, suele pasar desapercibido. Esa era una de las principales ideas que intenté desarrollar en mi libro ¿Somos el fracaso de Cataluña?: que en Cataluña, sobre todo desde la llegada del nacionalismo al poder, se ha ido tejiendo una red de sutilezas diarias, conformada por gestos y comentarios aparentemente banales, que ha condicionado la conducta de muchos catalanes y que ha contribuido a la llamada “espiral del silencio”.

Así, se da la circunstancia de que, en muchas ocasiones, ante una determinada situación, se pasan por alto detalles que concentran simbólicamente el panorama ideológico cotidiano del nacionalismo. Recordarán ustedes que hace algunas semanas alcanzó una notable repercusión un momento del programa de TV3 Atrapa’m si pots, en el que una niña de doce años preguntó al presentador si podía responder en castellano y este le contestó que no. Hubo titulares de este estilo: Impiden a una niña responder en castellano en TV3. En algunos artículos que leí se puso el acento en esa circunstancia, lo cual, a mi modo de ver, equivocaba el tiro. Porque se podrá discutir el hecho de que en TV3 no haya concursos culturales de ese tipo en los que se utilice el castellano, pero en las bases se establecía de manera clara que las respuestas debían darse en catalán.

A mi modo de ver, lo sustancioso, en este caso, fue la reacción del presentador, Llucià Ferrer. Teniendo en cuenta que estaba tratando con una niña de doce años, era tan fácil como pronunciar una disculpa, recordar las bases del concurso y decirle que podía dar su respuesta en castellano, pero que no la contarían como válida. Por el contrario, el presentador adoptó primero un tono admonitorio en su réplica, utilizando una doble negación (“No, això sí que no”), como si la niña hubiera propuesto algo obsceno o sacrílego, después le recordó que estaban en TV3, como una forma de marcar territorio, y, finalmente, cuando la niña se atrevió a pronunciar “trigo” para demostrar que conocía la respuesta, el presentador, en tono de burla, pronunció la palabra trig, inexistente en catalán, pero con clara apariencia de barbarismo.

Es posible que para los que no viven en Cataluña sea difícil comprender la magnitud de ese desprecio. Primero, porque le atribuyó a la niña un error que no había cometido. Y, en segundo lugar, porque esa forma incorrecta de referirse al blat como trig fue una clara caricaturización de la supuesta dificultad de los castellanohablantes para hablar bien el catalán.

Y, como siempre, habrá quien apele al carácter contingente del episodio o quien sostenga que fue una broma sin mala intención. Pero quizás se entienda mejor el trasfondo del comentario aludiendo a algún otro hecho que parece apuntar en el mismo sentido. Sin ir más lejos, en la misma TV3, hace algunos años, tal como me recordaba una amiga, en un programa llamado Amor a primera vista, los presentadores hicieron befa y mofa de un participante que en vez de aparador (“escaparate”) dijo escaparat.

Por otro lado, en una conversación que mantuve hace no demasiado con una conocida que tenía un negocio en un pequeño pueblo de la provincia de Girona, esta me confesó que había más de un cliente que la reconvenía por cometer algunos errores léxicos que eran calcos del castellano. La chica, catalanohablante habitual, hija de catalán autóctono y de andaluza, me comentó que incluso una clienta, directora de escuela, le había dicho: “Nena, és que sembles xarnega, sembla mentida que siguis d’aquí”.

Y ahí hay que buscar el resorte de la reacción de Llucià Ferrer: en el convencimiento de que los castellanohablantes no saben hablar bien el catalán por una especie de incapacidad innata. Y la caricaturización de esa supuesta carencia no es sino el recordatorio de que en la Cataluña nacionalista solo habrá paz para quienes paguen el peaje de la pureza identitaria.