La Comisión Europea (CE) propinó el pasado fin de semana a Abengoa, gigante sevillano de la ingeniería, una multa de 20 millones. Le acusa de participar desde 2011 hasta 2014 en un cártel del etanol, producto derivado del alcohol que se utiliza como carburante. La empresa se alió de forma subterránea con sus contrincantes de otros países. El objetivo del apaño consistía en manipular al alza los precios de venta en el mercado común.
El castigo impuesto a la firma andaluza es duro. Pero semeja dudoso que la CE llegue a cobrar su importe. No tendrá más remedio que situarse, como todo hijo de vecino, en la larguísima cola de acreedores de Abengoa.
Ocurre que ésta se declaró en quiebra el pasado mes de febrero, con unas deudas de 7.600 millones.
Dos tercios del pasivo corresponden a bancos y a una inacabable lista de bonistas que están acampados a las puertas de la casa desde hace tiempo, a la espera de que llegue su turno para poner el cazo.
Al día de hoy, el agujero patrimonial de la entidad asciende a 3.900 millones. Así que las posibilidades de cobro por parte de la Comisión y de los restantes acreedores presentan tintes bastante sombríos.
El fallido transcrito tuvo un precedente, solo que corregido y aumentado. Ocurrió en 2015, tras la deplorable gestión de la familia hispalense Benjumea. El grupo se precipitó a la sazón en un estratosférico preconcurso de 16.000 millones. Se trata del mayor descalabro corporativo ocurrido nunca en España.
Por cierto, en este suceso se da una llamativa paradoja. Cuando sobrevino el percance, el exministro español Josep Borrell ocupaba un asiento en su consejo de administración. Había accedido al cargo en 2010. Es decir, formó parte del estado mayor de Abengoa mientras esta cometía el fraude del etanol.
Tres años antes de arribar a ese puesto, Borrell ejerció de presidente del Parlamento Europeo. Hoy actúa de alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Seguridad y es vicepresidente de la CE, la misma que ha descargado el leñazo de 20 millones sobre Abengoa.
Dicho con otras palabras, la Comisión Europea, uno de cuyos supremos dignatarios es Borrell, ha sancionado a la compañía por un mangoneo consumado cuando el propio Borrell era miembro de su órgano de gobierno.
La conspiración del etanol que se achaca al consorcio sureño y otros fabricantes se ha descubierto gracias a la discutida figura del delator. Nuestro ordenamiento jurídico la recoge desde 2008.
Las empresas incursas en componendas tarifarias disponen de un portillo para rebajar la sanción de forma drástica. Consiste en elevar a la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) una solicitud señalando que quieren acogerse a su prerrogativa de clemencia. Tal paso implica que están dispuestas a la confesión plena de las prácticas ilícitas y a la denuncia de todos y cada uno de sus compinches.
Las sociedades mercantiles que urden los cárteles encierran, por lo general, una doble finalidad siniestra. La primera, sangrar a destajo el bolsillo de los ciudadanos. La segunda, imponer barreras infranqueables a la entrada de nuevos rivales.
Este último es el factor decisivo de las colusiones. Los participantes en los enjuagues siguen de ordinario la misma secuencia: acaparan un ramo de actividad, lo cierran a la competencia, lo convierten en su cortijo particular y, por fin, aplican tarifas abusivas que esquilman sin piedad a los consumidores de sus productos o servicios.
El afán de enriquecimiento rápido mueve a infinidad de hombres y mujeres de negocios a conchabarse con sus colegas para dominar el mercado y estrujarlo.
Las maquinaciones cartelistas son tan viejas como la vida misma. Se parecen a un cáncer que se extirpa y se vuelve a reproducir una y otra vez. Revisten la característica de eviternas, porque existieron desde la noche de los tiempos y probablemente perdurarán por los siglos de los siglos.
Por nuestras latitudes, las prácticas lesivas de la competencia siguen campando a sus anchas. Sirvan de arquetipo las ancestrales recomendaciones de precios mínimos que algunos organismos gremiales realizan tan campantes y sin el menor rubor.
En no pocos casos, la legislación se vulnera más por desconocimiento, que por un deliberado propósito de transgredir las normas. Pero también se dan episodios de signo contrario. Algunos, de un nítido corte rocambolesco.
Ejemplo de ello lo brinda el comunicado que uno de los gremios ibéricos de la joyería remitió años atrás a sus asociados. Rezaba lo siguiente: “Les recomendamos que en lo sucesivo el 70% de la mercancía se facture en ‘blanco’”. En román paladino, que era imperativo moderar las percepciones en “negro”, sin rebasar en ningún caso el 30%. Picaresca en estado puro.