La polémica de la sentencia sobre el uso del idioma en la escuela amenaza con pasar de castaño oscuro. Se puede estar a favor o en contra de la resolución del TSJC que fija un 25% del castellano en el programa educativo de las escuelas de Cataluña. Se puede establecer un debate sobre la efectividad de la inmersión o sobre si son necesarios cambios en el modelo educativo catalán. Se puede discutir, incluso con vehemencia, si el castellano está marginado en las aulas o si el catalán está perdiendo terreno como lengua habitual. Lo que, sin duda, no se puede hacer es que se amenace a un crío de cinco años con apedrear su casa o que se acose a los padres, de forma impune y con una tibia respuesta institucional. ¿Dónde está la libertad de expresión? ¿Dónde dejamos el diálogo y defendemos la libertad?
Lo peor es la tibieza del Govern. Su salida al paso de las amenazas son medias tintas. Es posible defender el actual modelo; es posible levantar la bandera de que el catalán no se toca, lo que es compatible con defender el derecho de unos padres a rebatirlo y, sobre todo, es compatible con poner a caldo a los radicales que quieren utilizar la realidad bilingüe de la escuela catalana como ariete contra el adversario político.
El independentismo lo azuza asegurando que el catalán ha perdido presencia --la última encuesta oficial dice que solo lo utiliza el 21,4% de los alumnos frente al 67,8% de 2006-- y, a través de asociaciones como Plataforma per la Llengüa, se utilizan topos para ver quién habla, o quién no, catalán en los patios de los colegios. El Síndic de Greuges pretende llevar a cabo una encuesta donde los niños figurarán como informadores involuntarios de la lengua que se usa en el entorno escolar.
Con todo ello, llevamos la lengua al terreno de la confrontación porque es más rentable. En este caso, como ocurre casi siempre, los extremos se tocan. Se ha incrementado la presión a comercios, bares y restaurantes para obligar a utilizar la lengua catalana con sus clientes. “Si no hablas catalán, márchate”, escribieron en la entrada de una pizzería hace escasas semanas. Se acosa a dependientes que no hablan catalán o se pone en cuestión que la Generalitat contrate a 600 enfermeras y enfermeros de Andalucía para reforzar el personal sanitario del territorio ante las carencias laborales porque no hablan la lengua de Pompeu Fabra. Por la otra parte, tampoco faltan actitudes poco edificantes como el repartidor que no dejó un paquete en un domicilio porque le hablaron en catalán o la familia de Lleida que se llevó el ataúd de la misa de difuntos porque el párroco utilizó esta lengua en el funeral.
Se podría buscar un punto de encuentro porque Cataluña no es una comunidad monolingüe. Con todo, cabe recordar lo que dijo hace unos años una asociación de intelectuales que firmó el manifiesto Koiné entre los que figuraba la actual presidenta del Parlament, Laura Borràs. El documento abogaba porque el catalán fuera la única lengua en Cataluña. Tambié se deben tener en cuenta los exabruptos que se oyen desde el epicentro de la M-30 en Madrid contra el catalán como si fuera la lengua solo de los independentistas. Cataluña es, en esencia, una comunidad bilingüe. Un territorio donde se hablan más de cien lenguas.
Ahora vivimos las secuelas de la demanda que presentó el entonces ministro Íñigo Méndez de Vigo en 2015, que tiene un efecto colateral en la escuela de Canet de Mar. El Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) dictaminó que el castellano debería doblar su presencia en las escuelas para situarse en un 25% del programa lectivo. Actualmente, los porcentajes varían desde el 12% de primaria hasta el 26% en bachillerato y un 19% en ESO. ¿Este es el problema? ¿No se puede arbitrar una solución? ¿Qué significa alcanzar un mínimo del 25%? Significa que en educación primaria, con 25 horas lectivas, 6,25 deberán ser en castellano. En secundaria, con 30 horas lectivas, se tendrá que usar el castellano en 7,5 horas. Es decir, además de la asignatura de castellano se deberá usar esta lengua en al menos una asignatura troncal --obligatoria--. En la mayoría de centros escolares, esta segunda materia suele ser matemáticas e incluso en algunas zonas se estipula una tercera por ser el catalán dominante. Lo hacen los centros en uso de su autonomía para configurar los planes de estudio, aunque también existen escuelas ubicadas en los territorios más radicales donde reducen al castellano únicamente en la asignatura donde se imparte como lengua. ¿Dónde está el problema más allá de la incomprensión? ¿Dónde está el respeto a las diferentes posiciones y de encontrar un punto de encuentro?
El problema está en que el idioma da réditos políticos. Salvador Illa, el líder del PSC, lo dejó claro. Aumentar una hora lectiva en castellano no es un atentando a la inmersión. De eso nada, aunque desde el Govern se desgañiten. Encima, el niño cuya familia lo ha solicitado ha sido víctima de un linchamiento público. Los que tienen que buscar soluciones en materia educativa y los que tienen que velar por el diálogo y el respeto al diferente han hecho mutis por el foro con apenas una defensa genérica de una familia que tiene todo el derecho a protestar y a defender sus convicciones.
La portavoz del Govern, Patrícia Plaja, dijo que no era de recibo que por un niño se tuviera que modificar el idioma de una clase. ¿En serio? ¿6,25 horas en castellano de un total de 30 horas es un atentado al catalán y a la inmersión? Creo, sinceramente, que no. El problema de la lengua, de cualquier lengua, es su imposición.
Desde los sectores radicales del independentismo se trata de imponer el catalán como “lengua propia”, como si no fuera “lengua propia” el castellano. Desde los sectores radicales del españolismo más recalcitrante se agita, sin conocimiento de ningún tipo, que el español está en peligro en Cataluña. Pues ni una cosa ni otra. Cataluña es bilingüe y ser bilingüe es una riqueza. ¡Viva el Catañol! El Govern debe velar porque este bilingüismo sea una realidad y que los ciudadanos tengan garantizados sus derechos en la escuela y en la calle, sin que nadie vele por la imposición de una de ellas.
El ejemplo de Canet nos debería hacer pensar. Soy pesimista, porque usar la lengua como materia política siempre da réditos. Y así nos va hasta que no seamos conscientes de que nuestra lengua es el catañol, mal que les pese a los intransigentes de ambos lados.