Aunque parezca que hable del Pleistoceno, fue en 2003 cuando Convergència perdió el govern de la Generalitat y empezó el interregno del tripartit. Y fue inmediatamente después cuando un grupo de personas inició los encuentros que llevaron a la redacción de un manifiesto para la creación de un nuevo partido político en Cataluña, lo que fue el germen de Ciutadans. De ahí pueden deducir ustedes un dato que es de indudable fiabilidad cronológica: la génesis de ese partido (2006) no fue una reacción al pujolismo, sino a lo que se juzgó el giro nacionalista de un PSC en brazos de Esquerra. El mensaje que lanzó aquel Govern de Pasqual Maragall parecía claro para los promotores de la iniciativa: no queréis caldo, pues tomad tres tazas.
Después de múltiples vicisitudes que es innecesario reproducir aquí, Cs consiguió su mejor resultado en las extrañas elecciones del año 2017 –las convocadas por el señor Rajoy—, y se convirtió en la primera fuerza del Parlament. Fue algo extraordinario: un partido firmemente comprometido con la unidad del Estado y enfrentado al nacionalismo (incluso al no secesionista) resultó ser el más votado en Cataluña. Luego obtuvo éxitos innegables en el resto de España y murió de propia mano en 2019, víctima de errores que aún hoy producen asombro y un tanto de vergüenza ajena.
Tal vez la hybris les hizo olvidar que aquellos votos eran prestados, o hizo ver a su desenvuelta lideresa, la señora Arrimadas, que las batallas culturales había que librarlas en Madrid, no en Barcelona, por lo que esta cogió el portante y se fue a la Corte con el éxito por todos conocido, pues no hay hybris sin némesis.
La cuestión es que ni siquiera en sus momentos de esplendor Cs pudo o quiso tejer la menor alianza con otras fuerzas, la más mínima complicidad capaz de alterar el statu quo, ni que fuera por un rato. Cs acabó en el Parlament como el Portugal de Salazar, “orgullosamente solo”, y nunca alcanzó nada parecido a un acuerdo transversal, algo que había podido conseguir sin apuros hasta el PP con el Govern de Artur Mas en 2011. Porque, hasta su nefasta deriva a partir de ese año y las paellas de la señora Sánchez Camacho en La Camarga, tampoco el PP parecía cuestionar la legitimidad de las opciones nacionalistas.
Así, y en gran parte gracias a Cs, en Cataluña hay un bloque soberanista relativamente sólido (Esquerra y Junts) que mantiene en las instituciones una mayoría política no muy confortable, pero lo bastante conveniente, mientras que no existe nada en el espectro opuesto a la secesión. Tal vez porque mucha gente en Cataluña –y ahí he de incluirme— prefiere, pese a todo, un gobierno independentista a uno sustentado por Vox. Porque hay cosas que son más importantes que la integridad territorial del Estado.
En definitiva, Cs no supo articular una mayoría en torno a un programa basado en el conocimiento de la realidad catalana e inspirado en el sentido común, el respeto al adversario y los buenos modales. Ni fue capaz de atraer a un número suficiente de electores como para sustentar un gobierno en el que prevaleciera la libertad, el humor y el respeto por la ley. Como consecuencia, se sumió en la más desnortada irrelevancia, donde sigue instalado. Aunque sería injusto no reconocer que, durante el año 2017 y hasta hoy, el frentismo también campaba en el otro lado y el sentimiento de impotencia nacional para templar los ánimos pesaba sobre todo.
Por eso, si no fuera porque lo he leído en estas páginas, no podría creer que en las últimas semanas haya visto la luz un nuevo manifiesto constitucionalista. Un documento que viene avalado por muchas personas respetables a las que admiro, pero que persevera en una visión victimista de la realidad catalana; de esas que de vez en cuando producen algunos buenos párrafos literarios y casi ninguna propuesta política razonable.
Lo digo porque, como remedio a los males de la patria, el manifiesto vuelve a abogar por pócimas ya ensayadas y fallidas frente a las fuerzas disgregadoras del secesionismo. Pero si, a estas alturas, estamos aún en la fase de los manifiestos y las recogidas de firmas, lo que parece es que la oposición al independentismo en Cataluña se mueve tan solo por inercia y es tan flexible como un rinoceronte atrapado en un pasillo; que sigue en 2003, de donde no va a moverse hasta que entienda que lo que importa no es cómo nos vemos nosotros, sino cómo elijen vernos los demás.