A los 10 años del fin de ETA, una película de Icíar Bollaín se presenta al público español dando cuenta de la experiencia de Maixabel Lasa con Ibon Etxezarreta, uno de los etarras que asesinaron a su marido. No he visto la película y es muy posible que no vaya a verla. La razón es que tuve bastante con Zubiak, un documental de Jon Sistiaga donde Lasa aparecía con Etxezarreta conversando en una sociedad gastronómica. La imagen final me pareció que resumía bien en lo que se ha convertido el País Vasco en la última década: una sociedad hedonista y autosatisfecha por haber superado casi 50 años de terrorismo sin haber realizado examen moral alguno.
Como ya he señalado en otras ocasiones, la memoria, la víctima y el relato son los tres ejes de nuestro tiempo. La memoria, ya saben, supone someter la historia a las razones del principio mayoritario. Las víctimas se convierten además en los protagonistas de los relatos de la memoria: hay tantos relatos como víctimas, por lo que no puede verse ninguna perspectiva personal como totalizadora, sino como un puzle mucho más amplio que da una imagen plural de lo sucedido tras el trauma de la violencia. No se engañen, esto no tiene que ver necesariamente con la democracia: se trata muchas veces –ya se vio en el caso alemán— de diluir la responsabilidad colectiva en culpas individuales que ayuden a restañar la “convivencia” tras el “conflicto”.
Me he preguntado estas semanas por qué al proceso seguido por Lasa y Etxezarreta se le llama justicia restaurativa. Cuando yo estudiaba Derecho nos explicaban que había justicia reparadora, alternativa al punitivismo del Estado penal que había sustituido al Estado social. El derecho penal mínimo (Baratta), reivindicado tras analizar las consecuencias de la cárcel en el individuo, permitiría la transformación del viejo modelo procesal en el que el verdadero protagonista era la fiscalía y no la víctima del delito. En un proceso de mediación el autor del delito no solo debe arrepentirse, sino ayudar a reparar el daño causado. Si la mediación es efectiva, la víctima podría superar los daños psicológicos del delito, tratando de liberarse del odio y dejando atrás el papel de víctima.
La reparación acaba con un acuerdo, una especie de contrato civil que podría elevarse al propio juez o tribunal para que lo tuviera en cuenta como atenuante. Lo ocurrido entre Lasa y Etxezarreta supone, como ya advirtió Andoni Unzalu, la mutación de un acuerdo de carácter privado en una restauración colectiva. Karl Jaspers opinaba que, aunque la culpa era distinguible de la responsabilidad colectiva, no cabía una separación total de ambos conceptos, sobre todo cuando los actos individuales encontraban sentido dentro de un proyecto político más amplio. En Euskadi casi nadie se siente responsable de lo que ocurrió con el terrorismo, fenómeno que poco a poco va diluyéndose en el mar de violencias provocadas por el franquismo, el Estado y, si me apuran, hasta el capitalismo.
Los relatos sobre ETA pasan entonces a ser construcciones sociales de la realidad, una técnica posmoderna de huida de cualquier pretensión de objetividad y veracidad a la hora de interpretar el mundo. La película de Bollaín, como antes el documental de Sistiaga, quizá tenga la intención de proponer una fábula ética cargada de futuro a partir de la experiencia excepcional de la vía restaurativa. No digo, además, que esta fábula no pueda terminar siendo ampliamente compartida y hasta terapéutica, dado el inmenso poder que el nacionalismo socialdemócrata tiene en el País Vasco. Pero si uno no es Claude Lanzmann difícilmente se puede hacer la pregunta clave sobre la brutalidad del terror etarra: si existen actos imperdonables e imprescriptibles desde el punto de vista moral y jurídico.
Con respecto a ETA me caben pocas dudas de que así fue y dado que su proyecto político sigue vigente y ratificado por las urnas y los españoles biempensantes quizá solo quepa aquello a lo que apelaba Vladímir Jankélévitch cuando analizó el Holocausto: resistir individualmente a ese proyecto, mediante actos simbólicos enraizados no en la razón práctica sino en un sentimiento moral que recuerde a los que se alzaron frente a lo insoportable y tenga como objetivo impedir el retorno de la abominación terrorista. Es este el modesto proceder de un derrotado que descree de la memoria histórica que se impone por ley y tiene el convencimiento de que el olvido es mejor que una justicia reparadora en la que se termine confundiendo a los verdugos con las víctimas. Ya lo advirtió Pascal Bruckner en el imprescindible La tentación de la inocencia, título hoy lamentablemente descatalogado.