El curso político ha comenzado sin muchas novedades. La energía eléctrica cada vez es más cara y siguen sin renovarse órganos constitucionales como el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Defensor del Pueblo o el Tribunal de Cuentas. El Gobierno de la Nación trata de levantar las encuestas impulsando una agenda social con el viento favorable de los generosos fondos europeos y, como viene siendo habitual desde que Sánchez es presidente, agitando alguna guerra cultural que motive al electorado. Con tal fin, ha enviado al Congreso un proyecto de ley para recuperar, difundir y salvaguardar la memoria democrática, entendida ésta como conocimiento de la “reivindicación y defensa de los valores democráticos y los derechos y libertades fundamentales a lo largo de la historia contemporánea de España”.
Se trata de un texto que tiene muchas aristas y que va más allá de resolver la ignominia de los desaparecidos. Para empezar, me gustaría señalar que no tiene como objetivo la búsqueda de un amplio consenso que invite a la reconciliación entre españoles. Y ello es así porque en el preámbulo se rechazan las Constituciones de 1837, 1845 y 1876 como parte de la búsqueda colectiva de un horizonte de libertad y prosperidad nacional: ¿Mendizábal o Cánovas, por ejemplo, no forman parte de esa búsqueda? Por otro lado, cuando se lee el articulado y se observa la contumacia del ¡legislador! en “condenar” y “repudiar” el golpe de Estado de julio de 1936, uno llega a la conclusión de que estamos ante un intento de recuperar un cierto canon histórico en retroceso: el de las letras victoriosas que describe Trapiello en su conocido libro.
Por encima de estas cuestiones, me parece que el problema del proyecto de ley de memoria tiene que ver con el modelo de democracia que parece expresar. Como ya dije en otro lugar, desarrollar un tipo de republicanismo negativo para combatir las expresiones franquistas, podría chocar con la jurisprudencia constitucional sobre ausencia de democracia militante en España: en nuestro país es posible expresar cualquier tipo de idea siempre que se haga por medios pacíficos, aunque es bien cierto que desde hace décadas, se penalizan discursos que puedan generar odio hacia las minorías vulnerables o menoscabar la dignidad de víctimas de los genocidios.
Pero con “modelo de democracia” quiero señalar otra cosa. Efectivamente, pocas veces consideramos el tiempo como un concepto central en el análisis del funcionamiento de los sistemas constitucionales. Algunos historiadores, como François Hartog, destacan que el mundo que vivimos está dominado, desde la caída del Muro de Berlín, por el “presentismo”. Con el presentismo la sucesión de acontecimientos no conduce a ningún destino cierto y la ciudad política se patrimonializa mediante la proliferación de conmemoraciones del pasado. La democracia monumentalista consistiría en reconstruir la identidad del sujeto político triunfante de la posmodernidad, la víctima, mediante el fomento de una memoria que sea capaz de saltar entre generaciones: son los nietos y biznietos --no los hijos-- los concernidos por la historia y sus injusticias.
En el proyecto de ley aquí comentado, es el poder público el encargado de generar contenidos de memoria para forjar la nueva identidad. Una mirada rápida deja sin aliento al esforzado lector y abre un mundo de oportunidades a los expertos en la materia que a buen seguro se encargará de proveer el delirante mercado de posgrados: días de recuerdo a las víctimas del franquismo y el exilio, políticas de memoria asignadas a la Administración General del Estado, plan anual de memoria, consejo territorial de memoria democrática, centro documental de memoria histórica, creaciones de lugares de memoria y adquisición de archivos históricos sobre memoria. Estamos ante un proyecto esencialista que, de aprobarse, tal y como está concebido, convertiría a España en una especie de parque temático sobre el pasado, donde el ciudadano pasa a ser un mero espectador de las atracciones que recrean el trauma nacional que nos acompaña desde el 18 de julio de 1936. Como si no hubiéramos tenido bastante con la simbología totalitaria de tiempos pasados.
Lo paradójico del asunto, en cualquier caso, es que todo el proyecto de ley --y del movimiento que lo inspira-- se levanta sobre una cierta contradicción. Un régimen de memoria parece incompatible con la democracia pluralista porque vuelve problemática la necesaria relación de esta última con el futuro: la libertad política, entendida como ejercicio de autodeterminación, necesita para desarrollarse un tiempo abierto que no esté sometido ni a la lógica catastrófica --cambio climático-- ni al eterno retorno de una Guerra que algunos consideran imprescriptible. Si no regeneramos instituciones y si no renovamos el Consejo General del Poder Judicial, a lo mejor es porque vamos camino de transformar el sistema político en un museo que visitar y no actuar.