En España, desde hace 20 años uno de cada cuatro alumnos no consigue superar la ESO. Un fracaso escolar de este calibre, repetido año tras año, no lo podría soportar un ministro o consejero responsables que fueran dignos de su puesto. Quizás el común de la ciudadanía aún no es consciente que ese 25% del alumnado no alcanza los niveles mínimos de educación necesarios para vivir de manera autónoma. Las causas de este desastre han sido expuestas en un breve y magnífico ensayo que acaba de publicar Andreu Navarra con el título de Prohibido aprender (Anagrama). En tan sólo 100 páginas, este profesor de secundaria analiza el nefasto impacto de la pedagogía comprensiva y facilista impulsada desde la implantación de la Logse a comienzos de los años 90 del pasado siglo, cuando el PSOE gobernaba olímpicamente una España en expansión. Los sucesivos gobiernos del PP y del PSOE, con sus correspondientes e insuficientes reformas (LOE, Lomce, Lomloe), han agravado aún más la tiranía de un sistema educativo en quiebra, cuyo mayor logro ha sido que muchos de nuestros adolescentes no alcancen la plena alfabetización al acabar la secundaria.

Andreu Navarra sitúa a la “pedagogía comprensiva” que lideró Álvaro Marchesi, secretario de Estado de Educación entre 1992 y 1996 y principal artífice de la Logse, como la causa primera de los males que padece la educación. Esta pedagogía marchesiana ha invadido los discursos oficiales hasta convertirse, según Navarra, en una ortodoxia religiosa, en “un haz de doctrinas pseudocientíficas más propias de la milagrería que del reformismo sensato”.

Con la LOE (2006), el rodillo de la educación competencial alcanzó su máxima expresión con el “aprender a enseñar” para los profesores y el “aprender a aprender” para los alumnos, hasta reducir la enseñanza en cada nivel a una adaptabilidad emocional sin objetivos que busca el placer del alumno antes que la disciplina o el esfuerzo para el estudio. El resultado ha sido que los centros se han convertido en “parque de atracciones” según Gregorio Luri, o en “salones recreativos” según Navarra.

Poco a poco el pedagogismo ha desplazado al conocimiento en beneficio de la competencia (pericia), e incluso ha convertido en axioma la incapacidad de cualquier licenciado o graduado universitario para ejercer como docente. Por ejemplo, hoy día nadie cuestiona que saber historia no significa saber enseñar historia. Pero lo más grave es que el pedagogismo y su legión de seguidores ni siquiera se plantean que saber enseñar historia no es posible ni no se sabe historia. Duda extensible al resto de materias.

Para combatir la presunta insuficiencia pedagógica de los recién graduados, el Ministerio de Educación reconvirtió el viejo y breve CAP (Certificado de Aptitud Pedagógica) en un obligatorio Máster de Formación del Profesorado, más largo, más caro, infantilista y banal. Un engaño universitario en toda regla, una estafa que perdura gracias a la hegemonía del pedagogismo, anclado como sigue en las competencias en lugar de alterar la prelación y primar los contenidos. El resultado es una formación muy débil del profesorado y el triunfo de la ignorancia entre el alumnado. El problema se agrava aún más con la obsesión por la relación entre competencia y mercado laboral, una digresión errónea que está dejando en los huesos a la educación. Primero se debilitó a las humanidades, y ahora con el desembarco competencial de empresarios y economistas se están reduciendo o borrando contenidos científicos y el resto que quedaba de los culturales.

La crisis en la que está inmerso el sistema educativo es gravísima. Según Luri, no es extraño que sea así cuando, además, el 52% del profesorado declara no dominar la materia que imparte ni la pedagogía correspondiente. La situación se agrava por la ausencia de democracia interna en los centros, cuyos equipos directivos actúan de manera irresponsable ocultando lo que funciona mal, que la carcoma también está dentro. Sin olvidar que la financiación es más que insuficiente y no permite ratios más bajas, ni contratar más psicopedagogos, etc. Según Andreu Navarra, la consecuencia de un sistema educativo tan deficiente e infradotado, tan banalizado y vaciado, es un aumento de la desigualdad que ha generado una sociedad del vertedero donde el alumnado se acomoda: “Es la sentencia socioeconómica que la escuela pública actual no está sabiendo revertir”.

Al final del bachillerato es una minoría la que sabe redactar un análisis de un tema en un folio, comprende un enunciado de cinco líneas, o es capaz de reconocer en un mapa cuáles son las provincias españolas o los países europeos, de sus respectivas capitales; y del resto de países del mundo, mejor ni hablamos. El pesimismo de Navarra le lleva a pronosticar que la figura del docente va a ser poco a poco suplantada por una suerte de monitor de actividades estimulantes en la anunciada hiperaula. Y vaticina, además, que aprender se va a convertir una actividad privada o semiclandestina: “Y habrá que pagar para obtener auténtico conocimiento, por supuesto, fuera de la escuela obligatoria”.

La solución al desmoronamiento cognitivo de la población escolar que estamos viviendo no consiste en tomar medidas que tienen como único objetivo ocultar el fracaso, sea con la promoción de curso con dos o más suspensos o mediante la obligatoriedad de la enseñanza hasta los 18 años que, dicho sea de paso, también maquillaría el alarmante paro juvenil. El futuro no puede ser otro que un proyecto a medio-largo plazo con la creación de una escuela pública prestigiosa, en cuya elaboración participen los agentes educativos (profesores, padres y madres, estudiantes…) y el papel de los pedagogos se reduzca a mínimos. Pero, mientras ese pacto no llega, ensayos como Prohibir aprender deberían ser una lectura imprescindible para todos, hasta para cualquier cargo educativo, incluidos consejeros, la ministra Celaá y Castells, el ministro desaparecido. Su lectura es también recomendable para todo aquel que aún crea en la democracia y en la res pública, sobre todo si no queremos que se cumpla la advertencia de John Le Carré con la que comienza este gran librito: “La barbarie es fruto de la mediocridad”.