Lo de viajar a Waterloo a ver qué se cuenta quien allí vive se ha convertido en una tradición política catalana. Al parecer, uno no se puede considerar a sí mismo legítimo presidente de la Generalitat, por más que así lo haya votado el Parlament y la ciudadanía, hasta que no haya acudido presto a la pomposamente denominada Casa de la República. Un presidente elegido democráticamente, pero sin visita a Waterloo, es como un niño nacido pero no bautizado: le falta algo, y además está en pecado. Sé lo que me digo: mi señora se empeñó contra mi voluntad en bautizar a nuestro hijo, y fue tanta su terquedad, fue tanta su insistencia y fue tanta la tabarra que me pegó, que al final accedí sólo para que me dejara en paz. Supongo que con Aragonès ha ocurrido lo mismo, y aunque él no quisiera someterse al escarnio belga, alguien ha debido de darle la brasa hasta que el pobre ha cedido, no seré yo quien le critique, yo pasé por lo mismo y sé cómo se sufre. En fin, por lo menos, igual que aseguraron mi señora y mi suegra con el niño, ahora Aragonès ya está libre de pecado, y si le sucede algo --bonito eufemismo que suele usarse para no mentar a la parca-- morirá en la gloria, es decir, como president.
Así que ahí tienen a Pere Aragonès, postrado de hinojos ante el jefe, cumpliendo con los protocolos establecidos. Antes que él, fue Torra el bautizado allí como president, no con aguas del Jordán sino con las más frías de algún río belga cercano, para salir del paso tanto da el uno como el otro. Supongo que el padrino habrá sido Comín en ambos casos, que es el que estaba más a mano. Esos bautizos de president en Waterloo son como los matrimonios que se celebran en Las Vegas, que se pilla de testigo al primero que pasa por ahí, ya sea un taxista, un camarero, un pianista o un compendio de los tres, como ha sido el caso de Comín. No descarten que, para el próximo bautizo, Puigdemont --que al paso que va continuará años en el exilio, recibiendo presidents-- haga los honores vestido de Elvis, moviendo la pelvis y cantando Love me tender.
Claro está que Aragonès tuvo que cambiar notablemente su discurso. Lo de apelar al diálogo está muy bien decirlo aquí, en Cataluña, pero eso lo dices en la Casa de la República y el dueño te suelta los perros, menudo es. Allí, Aragonès pronunció las palabras mágicas de autodeterminación, amnistía y otras por el estilo, cosa que basta y sobra para que después Puigdemont invite a unos chupitos. El hombre recibe cada vez menos visitas y tampoco va a ser muy exigente con lo que le digan las pocas que tiene, así que, con las cuatro palabrejas vacías de costumbre, está más contento que unas pascuas. La cuestión es recibir visitas, que Comín será un tío muy simpático, pero para pasar unos días.
No es seguro que, después del jefe de Gobierno, deban acudir a ser bautizados todo el resto de consellers. Los de Junts per Catalunya lo hicieron el domingo, aunque no existe todavía jurisprudencia al respecto, y Puigdemont hace poco que ha hallado su vocación, o sea que todas las posibilidades quedan abiertas. Aunque si le preguntan a mi mujer y a su señora madre, seguro que responden que sí, que deben ir cuanto antes, no sea que, ejem, les ocurra algo y no estén en paz con Dios, o sea con Puigdemont. No todos juntos, por supuesto, sino en viajes individuales. Si fueran todos a la vez, aquello iba a parecer un bautizo de cristianos evangelistas y no de un gobierno catalán. Además, con las visitas individuales nos aseguramos que salga Puigdemont por TV3 con cada conseller, en 14 ceremonias distintas, o en 15, yo qué sé, ni siquiera sé con exactitud cuántos consellers tenemos en Cataluña, igual ninguno.