Los indultos van camino de convertirse en el gran campo de batalla de la política española en los próximos tiempos. Para la izquierda y los nacionalismos, una cuestión de justicia y de invitación a la concordia. Para los conservadores, una humillación que Pedro Sánchez acepta frívolamente, a cambio de garantizarse los escaños necesarios para seguir gobernando.
Particularmente, tras cerca de cuatro años de cárcel, soy favorable a la medida de gracia, condicionándola a medidas aceptables por las partes. Una posición que puede sorprender a quien haya tenido la paciencia de leer lo que vengo escribiendo desde hace cerca de una década: mi rechazo a un procés que sólo podía conducir al caos y la decadencia. Y ahí hemos llegado, hoy andamos confundidos, radicalizados y sin saber cómo salir del enorme entuerto. En cualquier caso, estas líneas no son para comentar mi posición acerca de la concesión de los indultos.
Lo que más me sorprende, en este agrio debate, es la posición tan uniforme del liberalismo y conservadurismo moderado español, pues estamos ante una cuestión cargada de consideraciones y matices, que hemos de contextualizar y analizar desde diversas perspectivas. Sin embargo, no se percibe el mínimo asomo, no ya de una posición favorable al indulto, sino tan siquiera de duda o cuestionamiento a la posición hegemónica de rechazo frontal. Me cuesta entender la ausencia absoluta de voces que, por lo menos, se planteen el sentido de esa postura tan uniforme.
Desde los hechos de 2017, y especialmente en el último año, se ha dado un cambio notable en la sociedad catalana, aunque éste aún no se haya trasladado a la composición del Parlament. Me pregunto cómo los considerados liberales ilustrados son incapaces de detectar esas corrientes de fondo que se dan en Cataluña, y que conviene reforzar, más allá de las ridiculeces esperpénticas de parte del independentismo. Su respuesta es la calle y la recogida de firmas. Vamos bien.