Ya tenemos President; ahora nos falta el Govern. Ya sabemos algunas que, como en Siete novias para siete hermanos de Stanley Donen, siete sillas son para ERC y otras tantas para JxCat, cada uno con capacidad para sentar en ellas a quien le venga en gana. Encima, con la CUP de carabina para vigilar cómo se comportan los pactos previos. Pero quedan flecos pendientes, entre los que no es el de menor importancia la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales. Habrá que estar atentos a las pantallas, para saber hasta dónde llega el pluralismo o si se aplica el consejo de Stalin a los periodistas: “No tienen que dar las noticias, sino educar a las masas”. Cuestión de esperar, como siempre, en unos tiempos en los que “hartazgo” puede acabar como palabra del año de la RAE.
Y, cuando ya tengamos el Govern, a ver si se cumplen los típicos cien días de cortesía. La pregunta del millón es cuánto durará esto, si será pan para hoy y hambre para mañana. Máxime teniendo en cuenta la tradición de desavenencias entre los propios coaligados. “Nunca las deslealtades habían llegado tan lejos”, decía en estas páginas el historiador, Jordi Canal. Desde luego, no serán más de dos años, porque es el plazo que dio la CUP para que el President se someta a una moción de confianza. Todo apunta a que asistiremos a un formidable festival del humor. Lo malo es que las circunstancias presentes requieren de un gran esfuerzo nacional para trenzar colaboraciones, buscar complicidades y establecer alianzas que permitan sacar a flote la economía y superar el periodo de mediocridad y mendacidad que atravesamos.
La verdad es que la sesión de investidura del discípulo de Oriol Junqueras pasó con más pena que gloria. Si acaso, el dato más llamativo es la desaparición del ganador de las elecciones del 14F, Salvador Illa. Oteando los diarios, tal parece que no hubiera ni asistido al pleno del Parlament en cuestión, algo francamente incomprensible. Algún día nos lo explicarán: si es un problema de comunicación, de discurso o de relato que se llama ahora. Al igual que sabremos más pronto que tarde quién contraprogramó a Pere Aragonès lanzando en la charca la piedra de la designación de Jaume Giró para el departamento de Economía. Todo sea que en la primera comparecencia algún listillo pregunte cómo ve las diferencias entre la micro y la macroeconomía --catalana, claro. En todo caso, hay que reconocer que no son precisamente buenos tiempos para que los independientes se encaramen al carro de la política: hay que tener mucho coraje, ambición o sobredosis ideológica para hacerlo.
A la espera de ver como se recompone el nuevo Govern y dado que lo del presidente de la Generalitat ya estaba bendecido, creo que lo más interesante de la semana pasada fueron los calcetines que vestía el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en el acto de presentación del programa España 2050: de rayas horizontales con colores vistosos. Aunque tampoco les va en zaga el título del prólogo presidencial: España: un país con hambre de futuro. Bien podría el nuevo titular de la Generalitat montar un departamento de prospectiva para sacar un sesudo Cataluña 2050 con un prólogo algo así como Cataluña: un país con hambre de independencia. Todo es posible, aunque el tiempo apremie.
“Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho” decía Don Quijote, valorando los cambios del devenir de las cosas y los tiempos. Con tantos años por delante, todos calvos; John Maynard Keynes decía que “a largo plazo, todos muertos”. En estos tiempos cambiantes a velocidad de vértigo, hasta da pereza tratar de ver que será de nosotros dentro de treinta años, ni tan siquiera a los cien días de cortesía. El largo plazo en economía es un intangible que no se sabe si se trata del humo de una lejana barbacoa dominguera o la quema de un vertedero de neumáticos. Lo obvio es que el presente no cuenta porque es transitorio. Estamos atrapados en un bucle del que es difícil escapar, atentos a la lógica del espectáculo y lejos de los problemas cotidianos, presos del tacticismo y el regate corto.
En las condiciones actuales, es difícil pensar en recuperar la confianza institucional perdida. El discurso de investidura de Pere Aragonès recogía, como no podía ser de otra forma dados los coaligados, la cantinela de república, referéndum de autodeterminación y amnistía, sin que faltara la famosa mesa de diálogo. En resumen, más generación de frustración, una ducha escocesa para el electorado y vuelta a empezar, por si quedase alguna duda, con la secesión de nunca jamás. Como mucho, puede cruzar los dedos esperando el indulto: el Tribunal Supremo apunta a un informe negativo pero sin hacer demasiada sangre; de ahí pasará al Ministerio de Justicia; y la patata caliente acabará en las manos del Consejo de Ministros que, sin duda, se tomará su tiempo para el momento que más convenga a Moncloa. Acelerar el indulto sería el mejor regalo para Susana Díaz en las primarias y acabar de reventar el PSOE en Andalucía.
Pues nada, esperemos los cien días de cortesía: hasta septiembre se pasarán pitando. Hasta habrá tiempo para construir una teoría que explique una realidad que no está clara. Aunque sea con un manual de autoayuda o con un pájaro loco que transite por cualquiera de los departamentos, tanto da de qué color sea. Lo malo es que negar la realidad se acaba pagando en las urnas y en dos años tendremos de todo: elecciones municipales en las que los independentistas se batirán el cobre entre sí, autonómicas y generales. Sin descartar que las cañas de hoy se tornen lanzas, los inestables pactos salten por los aires y Cataluña acuda de nuevo a las urnas. Mientras Bruselas vigila.