Hay vida más allá de Madrid, aunque no lo parezca porque vivimos en campaña electoral permanente, sin que tampoco sepamos muy bien por o para qué. Es una batalla que se libra al margen de las preocupaciones de la gente, entre partidos o, más exactamente, entre sus dirigentes. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen. Los demás, acostumbrados a vivir en esta pandemia televisada, condenados a la condición de espectadores: lo mejor sería abrir un paréntesis informativo, callar y esperar a que pase la tormenta de insensatez. Lo único que parece preocuparles es el deseo de abatir al adversario, “partido a partido”, en modo Cholo Simeone, o “de victoria en victoria, hasta la derrota final”, en pura doctrina de Groucho Marx.

Si les da cualquier día un ataque de sensatez, quedaremos atónitos por la sorpresa: será cuando dejen de decir o perder el tiempo con chorradas y polémicas estériles. Hasta entonces, solo queda contemplar la ceremonia o ver pasar el cortejo con cierta fascinación para algunos pocos y desinterés de la mayoría. Es puro encantamiento y seducción en esto que Francesc de Carreras llama “consultocracia” o reino de los consultores que parecen actuar como nuevos mandarines. Su cometido: susurrar al oído del jefe la última sandez o provocación política que se les ocurre para machacar al contrario. La ciudadanía se la trae al pairo. Vendedores de humo y opinadores de todo, mercenarios sin importar demasiado quién pague. Hoy blanco y mañana negro, según convenga.

El interés del debate político es más que relativo cuando lo que obsesiona es la salud, la angustia de cuándo llegará el aviso para ir a vacunarse o la incertidumbre por el futuro económico, personal y colectivo. Sin acuerdo de tipo alguno, mientras se espera el maná en forma de millones de la UE, esta semana pasada, casi un centenar de sociedades científico-médicas pedían que no se pare la vacunación. Es más: reclamaban a los políticos que se pongan de acuerdo de forma inmediata sobre las medidas de control de la pandemia. En el fondo, subyace la preocupación por el fin del estado de alarma que puede traer un caos inenarrable. Experiencias ya tenemos, y no buenas, en eso de las desescaladas. Sin ir más lejos, en Cataluña ya se avisa de que se hará de forma asimétrica, según la situación en cada territorio, sin precisar si son provincias, comarcas o veguerías. Si se multiplica por diecisiete CCAA, haciendo de su capa un sayo cada una de ellas... se ponen los pelos como escarpias.

Escondidos en casa para que no nos encuentre el bicho, la pandemia ha cambiado sustancialmente nuestros hábitos de comportamiento personal, social, laboral... Es obvio que el riesgo cero no existe y que los peligros de la vida cotidiana pueden ser tanto relativos como absolutos. Es difícil hacerse una idea precisa de lo vulnerables que somos hasta que se fracasa, te estrellas o te sientes víctima final de algo. Con este jaleo general, vamos acumulando diversas causas o motivos de estrés como en un cajón de sastre, en lugar de hacerlo en cajas compartimentadas, al modo de los botones en una mercería. En esas condiciones, la cabeza puede estallar: diez personas se suicidan al día en España. Pocas si se compara con la masacre causada por la pandemia; demasiadas si se mira fríamente.

Falta sentido y sensibilidad para abordar los problemas cotidianos, cuando solo se piensa en el poder. Aumenta la pobreza y la mendicidad, crecen las colas del hambre o la pobreza infantil, con más de dos millones de niños en riesgo de exclusión social (un 27,4% según Unicef). No seré yo quien cuestione ahora los derechos adquiridos por cualquier persona y respaldados por la legislación. Pero no puede evitarse pensar que, como expresión de la carencia de tacto o delicadeza, la codicia de Pablo Iglesias reclamando, aunque sea por poco tiempo, la pensión que le corresponde por haber sido vicepresidente, resulta cuando menos dudoso desde una perspectiva ética. Lo mismo que resulta un tanto obsceno que a Artur Mas le corresponda una pensión vitalicia de 7.622 euros al mes como expresidente de la Generalitat.

La transparencia es lo que tiene: todo se sabe, tarde o temprano. Sin embargo, hay cosas que resultan de difícil explicación e imposible comprensión para el común de los mortales; máxime en una situación como la presente, con tanta gente bailando como puede en el alambre de la incertidumbre y la inseguridad. Cantaba El último de la fila aquello de que “cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana”. Pues bien, tras más de un año de encierro, mayoritariamente conviviendo en pisos pequeños, el descenso de divorcios y separaciones fue del 13% el año pasado respecto al anterior. No hace falta ser un lince ni muy avispado para pensar que la inseguridad económica empuja al aguante, mientras la cabeza sigue dando vueltas.

A veces podemos pensar que es mejor no tener Govern, no sea que tengan alguna nefasta ocurrencia. Eso sí: será curioso ver como explican ERC y JxCat eso de aumentar el número de consejerías del próximo ejecutivo catalán, si es que lo hay algún día. Porque, así de sopetón, parece que la Generalitat fuese una oficina de colocación o fábrica de empleos. De hecho, ya es la comunidad con más consejeros: trece, de momento. Hasta dan ganas, cuando ves a Pere Aragonès, por ejemplo, de imaginar que pasa por al lado y ¡zas!, atizarle una colleja con un “¡Calla, niño!”. Seguro que se la tiene merecida.