Hace unos días, en la sesión de control al Gobierno, un diputado del PP le gritó a Iñigo Errejón que fuera al médico mientras éste planteaba una pregunta sobre la salud mental. Desde luego, el popular Carmelo Romero no tiene precisamente el don de la oportunidad pues, en ese momento, todos los medios estaban atentos a las primeras palabras del portavoz de Más País después de haber dejado a su otrora amigo Pablo Iglesias compuesto y sin candidatura conjunta. Y es que todos son muy feministas hasta que llega el momento de confeccionar las listas electorales, y el señor Iglesias decidió pasar por delante no solo de una mujer de su partido sino también de otra de un partido ajeno. Que una cosa es el 8M y otra dar trigo.
Así, con todas las miradas puestas en la pregunta de Errejón, el grito de “vete al médico” obtuvo todo tipo de reproches, como si, de repente, el tema importara mucho. Si antes de la pandemia los psicólogos y psiquiatras ya trabajaban bajo mínimos, después del confinamiento y la crisis económica actual, la situación es ya insostenible. Esos 53 milloncejos que el gobierno ha utilizado rumbosamente para rescatar la aerolínea Plus Ultra caerían como agua de mayo en ese sector y seguro que lo agradecerían mucho más que todas las lecciones al diputado popular que, dicho sea de paso, mostró la misma sensibilidad que un tapón de corcho, pero se disculpó al momento.
Pero lo que más me llamó la atención de este desafortunado episodio fue ver la enorme indignación que causaron sus palabras cuando es tan habitual que a las mujeres se nos trate de locas sin despertar semejante alud de respuestas. Vaya por delante que no se trata de victimismo. De hecho, una de las cosas que más me rechinan del actual feminismo hegemónico es la constante victimización e incluso infantilización de la mujer. Pero es que hay cosas que claman al cielo. Llevamos meses viendo como se llama “loca” a la Presidenta de la Comunidad de Madrid. Tanto es así que incluso se juega con el acrónimo de su nombre y apellidos para desprestigiarla. Sin embargo, no he visto a las de la sororidad --palabra cacofónica donde las haya-- levantar la voz. Deben de andar tan ocupadas como cuando le hicieron un escrache a Begoña Villacís a dos días de dar a luz, que tampoco dijeron nada. Es más: el macho alfa de Podemos ya ha premiado a una de las participante de aquel infame escrache con la inclusión en su candidatura. Ya saben, yo sí te creo, hermana (siempre que seas del partido correcto).
Más allá del caso evidente de Ayuso, que es tan descarado que incluso se plasma en periódicos que se suponen serios, son muchas las mujeres que reciben el calificativo de “loca”, normalmente cuando se atreven a tener voz propia. Eso es tan así, que cuando a mí se me llamó loca en uno de los trabajos que he tenido, como sabía que se había calificado con ese mismo adjetivo a, por lo menos, cuatro compañeras, pregunté que a cuántas mujeres se había llamado “locas” en ese despacho. A todo esto, mi “locura” consistía en señalar cosas que funcionaban mal y el tiempo acabó por darme la razón.
La caracterización de la mujer como “loca” ha estado presente a lo largo de la historia de Occidente y, de hecho, la palabra “histeria” viene de hystera (útero en griego). La “histeria” era una enfermedad propia de la mujer cuyo útero podía causar trastornos psicológicos. En la Europa de mediados del siglo XIX era habitual que se diagnosticara “histeria femenina”, que incluía desfallecimientos, retención de líquidos y respiración entrecortada. Posiblemente, el andar todo el día atrapadas en un corsé que dificultaba la respiración fuera la causa de esos síntomas, pero también se puede tomar como metáfora de la opresiva sociedad en la que vivían. Y es que otro de los síntomas de la “histeria femenina” era la tendencia a causar problemas. Es decir, se consideraba de-generadas (mujeres sin género según la terminología de Maria Milagros Rivera-Garreta) a aquellas que no se comportaban según lo que se esperaba de ellas.
Aquí en España también se aludió a la inestabilidad emocional de la mujer como argumento en contra del derecho a voto. Novoa Santos, por ejemplo, insistió en la existencia de una naturaleza femenina determinada por la pasión, la emoción y la sensibilidad en contraposición a la reflexión, al espíritu crítico y a la ponderación que, tirando de supuesto biologismo, otorgaba a los hombres. Manuel Ayuso, por su parte, proponía que el voto femenino fuera a partir de los 45 años, edad en la que se suponía que la mujer ya se había estabilizado psicológicamente. Como si de la Grecia clásica se tratara, seguía pensando que la psicología femenina dependía de su útero. Y esto no solo se da en occidente: en algunas tribus tanto de América como de Etiopía, las mujeres pasan a ser consideradas sabias solo tras la menopausia.
Hemos avanzado mucho en todos estos años, pero la salud mental sigue siendo un tema tabú y se sigue llamando “locas” a las mujeres con una ligereza sorprendente, especialmente a aquellas que deciden tener una voz propia. Para unos y otros, nada mejor que el irónico título de las memorias de Jeanette Winterson: ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?