El tablero político español en pocos días ha saltado por los aires. A pesar de que los discursos iban tomando un tono cada vez más agresivo y polarizado, la coalición gubernamental y la mayoría parlamentaria sobre la que se sustenta parecían no tener agitación más allá de la estrategia de tensar constantemente la cuerda por parte de Pablo Iglesias, el grado de inestabilidad inherente a la dinámica política catalana y las salidas de tono verbal de una derecha en plena competición para ser cada vez más extrema. Justamente, han sido las estrategias en disputa de la diestra hispánica las que han terminado por dinamitar el estatus quo y convertir así la batalla de Madrid en el gran campo de combate de la política española en los próximos meses y, quien sabe, si años.
Ciudadanos ha sido el eslabón débil y desencadenante del conflicto. Fracasada la maniobra de Albert Ribera de sustituir al PP como referencia de derechas, de hacer triunfar un quimérico sorpasso, el decaimiento de los resultados y los intentos de volver hacia el centro el partido por parte de Inés Arrimadas, han implosionado su organización y los populares han salido a la compra del diputado para acelerar una derrota humillante. Aparte del espectáculo lamentable de la exhibición de la parte más sórdida de la política, la posible desaparición de Ciudadanos no hará sino acentuar la polarización en la dinámica política española.
El Partido Popular sólo podrá contar con Vox, partido con el que irá tomando semejanzas, especialmente en el tono, mientras el PSOE no dispondrá de ningún socio alternativo al que tiene ahora. Bloques sólidamente configurados y confrontación que no dejará espacio a los matices ni para la sofisticación verbal. La política española se catalaniza, pero no en el sentido regeneracionista en que se utilizaba este concepto en la época de la Restauración del siglo XIX, sino en la acepción de caótico, de opereta, fantasioso y fracturador que hemos vivido en la política catalana, como mínimo, en la última década.
De hecho, Madrid se ha erigido como el gran baluarte de la nueva derecha española para desgastar y confrontarse con el gobierno de Pedro Sánchez y con cualquier planteamiento progresista que se les ponga por delante. Un gobierno madrileño de derecha pura y dura que ha seguido una estrategia de conflicto constante y sin miramientos, utilizando la pandemia para convertir las mentiras, las medias verdades y las invenciones en la base de un relato apocalíptico sobre la situación española. El inefable Miguel Ángel Rodríguez, jefe de comunicación del Aznar más duro, encontró en el perfil de Isabel Díaz Ayuso la persona adecuada para llevar a cabo una deriva populista de manual, emulando al que seguro son sus referentes como el norteamericano Steve Bannon o bien el británico Dominic Cummings. Su repentina y sorprendente convocatoria de elecciones fue un gesto muy teatral, pensado y, extrañamente, inesperado por sus contrincantes.
El movimiento de fichas, a derecha e izquierda, es ahora enorme y, como en toda partida de ajedrez, resulta un desplazamiento con múltiples e inesperadas salidas. Subordina y minimiza a Pablo Casado, que decía querer ir hacia el centro, a su estrategia populista, bronca e iliberal, pretendiendo sustituirlo como líder referente hacia el futuro. Provoca un movimiento atrevido pero inevitable de Pablo Iglesias de cara a evitar que su formación sea irrelevante, lo que satisface al PSOE ya que se deshace de una figura demasiado dada a la sobreactuación.
Pero, sobre todo, minimiza la política catalana y la estrategia independentista de marcar la agenda política española. El personaje Díaz Ayuso, que ya se ha ganado las siglas IDA como propias, es un personaje singular y sólo comprensible como líder político en los kafkianos tiempos que corren. Su experiencia política no va más allá de haber llevado las redes sociales de Esperanza Aguirre, y entre ellas la cuenta de twitter de "Pecas", el perro de la anterior presidenta. No tiene ningún problema con blandir públicamente una inmensa ignorancia que lo abarca casi todo. Aparentemente frágil y de mirada inquietante, es una especie de combinación entre el derechismo iluminado de Sarah Palin del Tea Party y del tacticismo imprevisible y dado a la performance de Carles Puigdemont. Son tiempos en que el simplismo combinado con el descaro ayuda bastante a triunfar en una política que ya es poco más que un parque de atracciones de las emociones.