“Todas contra el patriarcado”, decía una pancarta enorme y morada. Era 2017 y el feminismo había vuelto en masa a las calles españolas.  El mundo entero estaba influenciado por ese me too que sacó a la luz el acoso a las mujeres, llevándolo hasta los Óscar. En España, la violencia grupal llegó a los juzgados, avergonzando hasta a los escépticos. Las manifestaciones y huelgas continuaron en 2018 y 2019 tras décadas en las que el Día Internacional de la Mujer había pasado inadvertido. Este 8M me quedo en casa; por la salud de los otros y por la mía. La igualdad se reivindica, cada día y en cualquier lugar, con tus actos. Esta cuarta ola feminista –diluida y confusa— debe seguir avanzando en la igualdad de la mujer, olvidar la división y evitar la utilización partidista.

En los noventa, Rebecca Walker escribió: “Yo no soy una posfeminista. Soy la tercera ola”.  Para entonces, cuando las nuevas ideas empezaron a inundarlo todo, yo creía que nuestra generación conseguiría reducir la brecha salarial, que romperíamos el famoso techo de cristal, que no teníamos límites. Fui la primera mujer de mi familia que tuvo un sueldo y aún guardo las amarillentas hojas de esa nómina de 1976, la que me hizo independiente. Éramos jóvenes, vivíamos en democracia, íbamos a la universidad, viajábamos y teníamos hijos solo si queríamos. Algunas, hasta teníamos maridos dispuestos a cogerse la baja por paternidad. El mío fue el primer hombre de su empresa que lo pidió; el director de Personal tuvo que hacer varias llamadas hasta conseguir rellenar los papeles. 

Han pasado casi tres décadas desde entonces –mi hijo tiene 29 años y mi hija 28— y la situación ha mejorado mucho. Hay algunos peros. Las chicas llenan las universidades, aunque se nota su escasez en las ingenierías, en las carreras técnicas, y la brecha salarial, a este paso, tardaremos unos 35 años en cerrarla. Las mujeres ganan menos que los hombres, ocupan mayor número de empleos temporales y tienen dificultades en llegar a puestos directivos. En consecuencia, cobran pensiones más bajas en su jubilación.

Leí el pasado sábado un titular del diario El País que me dejó pasmada. Decía: “Igualdad impulsa una red de cuidados para que las madres puedan trabajar”. ¿Han desaparecido los padres?, me pregunté. No. Resulta que las mujeres, durante los confinamientos, han asumido de forma mayoritaria los cuidados domésticos y, lamentablemente, salen más tarde de los ERE. 

La creación de un Ministerio de Igualdad, pensaba el feminismo, iba a dedicar gran parte de su tiempo a reducir la desigualdad entre hombres y mujeres. Sin embargo, entre discusiones de “si sexo o género”, la condición de mujer se va diluyendo, a la vez que se presentan leyes que buscan asegurar la legítima no discriminación de los colectivos sociales incluidos en las siglas LGBTIQ+ (lesbiana, gay, bisexual, transgénero, transexual, intersexual y queer). Los distintos géneros y subgéneros aumentan a una velocidad imparable. Ya son pocos quienes saben lo que cada letra representa. Ese signo + al final de las siglas es de agradecer; engloba lo que queda por venir. 

Llevo días leyendo sobre las consecuencias de la ley trans que quiere aprobar el ministerio de Irene Montero. Comprendo que ese colectivo sufre de una fuerte exclusión social. Sin embargo, cuesta aceptar la llamada “libre autodeterminación del género” tal y como ha sido redactada en el borrador. Esa libertad abre la puerta a que cualquier persona pueda cambiar su nombre y sexo en el registro civil con una simple “declaración expresa” a partir de los 16 años. No pueden votar, muchos son inmaduros, pero podrán avanzar en la transición hacia otro sexo sin ningún consentimiento familiar o acompañamiento profesional. 

La cuarta ola feminista puede ahogarnos en la división. Ser mujer no es una construcción social. No es un género que escoges. Naces así. Y en muchas partes del planeta las mujeres no pueden estudiar, viajar o trabajar sin el permiso de un hombre. Cuatro millones de niñas sufren la ablación genital cada año. Por ellas, por nuestras hijas y nietas, este 8M hay que poner la igualdad por delante, sin divisiones. 

Feministas históricas, como Amelia Valcárcel o Laura Freixas, se oponen a la nueva norma, aún no aprobada, del Ministerio de Igualdad. Creen que borra a la mujer judicialmente, convirtiendo en irrelevantes puntos de las leyes, ahora en vigor, contra la desigualdad y la violencia. El mundo, el pensamiento y las leyes, han de adaptarse a los tiempos, pero la igualdad une a todas las mujeres. Es un objetivo que afecta a la mitad de la población mundial. Ningún otro colectivo es tan numeroso y diverso.