Nos dice Starobinski, uno de los últimos grandes divulgadores europeos, que “la gloria de Montesquieu quedó congelada demasiado pronto en el mármol de los bustos y el metal de las medallas: sustancias pulidas, duras, incorruptibles. La posterioridad lo ha visto injustamente de perfil, sonriendo con todos los pliegues de su toga y su rostro, con una sonrisa cincelada en el mineral. Pero ya no se perciben las irregularidades de su fisonomía, porque ha tomado la distancia de un clásico amable”. Y si es un clásico, puede añadirse, es porque en gran medida fue capaz de vislumbrar el mundo en el que queremos vivir: un mundo con pretensiones de libertad irónica, de repúblicas democráticas que aspiran a federarse para consolidar la paz y donde los gobiernos tratan de mantener cuentas y deudas equilibradas.
Montesquieu fue un aristócrata con posibles de Burdeos, poseedor de viñedos, heredero intelectual de Montaigne y miembro de uno de aquellos parlamentos franceses que no solo servían para impartir justicia, sino para controlar y boicotear --cuando convenía-- las medidas modernizadoras de los monarcas que querían ejercer el despotismo ilustrado. Aunque pocos lo sepan, la Revolución Francesa fue también un acontecimiento guiado por abogados de provincias que no podían formar parte de los parlamentos judiciales porque sus cargos se heredaban y se vendían. Miembro de la academia de Burdeos, Montesquieu fue, en cierta medida, el creador de una ciencia de la política comparada que trató de buscar principios constitucionales comunes al devenir humano: los padres fundadores de Estados Unidos tomaron buena nota.
Los lectores españoles están de enhorabuena. La editorial Página Indómita que conduce Roberto Ramos acaba de publicar el libro XI del Espíritu de las leyes en el que se desarrolla su famosa teoría sobre la separación de poderes. Un poco más de tiempo tiene Consideraciones sobre las causas de la Grandeza y la Decadencia de los Romanos, editado por Tecnos en la colección Clásicos del Pensamiento que dirige Eloy García. Este último libro tiene, además, un excelente estudio introductorio de Judith Shklar, autora liberal de origen hebreo y ruso que, de no haber fallecido tan tempranamente, seguramente habría tomado el testigo --en cuanto prestancia y talla intelectual-- de Hannah Arendt. Lo cierto es que la ampliación del catálogo libresco liberal en nuestro país siempre es una buena noticia, dado el predominio de la teoría crítica en gran parte de la clase universitaria.
Si digo todo esto es porque se suele citar mucho y leer poco al Barón bordelés. Cada tanto nos acordamos de su separación de poderes para criticar con razón la actitud partidista que intenta politizar la justicia. Lo cierto es que, en el Estado constitucional de la segunda posguerra, la separación de poderes es más un ideal regulativo que una plasmación práctica: el ejecutivo legisla, el legislador controla y los jueces son mucho más que la mera “boca que pronuncia la ley”. A pesar de ello, queda de aquella interpretación de la vieja Constitución mixta, traída a las exigencias de la sociedad moderna, un principio secular del que ningún poder puede desentenderse sin riesgo de caer en la tiranía: las instituciones deben cumplir sus funciones dentro de los límites constitucionales y siguiendo un espíritu que se concreta en una cultura política compartida.
La cultura política es un asunto de especial relevancia en casi todos los libros de Montesquieu. El estudio de las Constituciones le permite concluir que el más alto grado de legitimidad de las formas de gobierno se produce en su origen. En el curso de la historia, el cambio se hace por lo común según la mala pendiente porque excepción hecha de los ingleses no podemos permanecer fieles a los principios, las leyes y el espíritu enunciados en el comienzo constituyente. Por doquier, estos días leemos y escuchamos que nuestras sociedades se encuentran en declive: sin embargo, el pensador francés observaba, tras analizar las consecuencias de las políticas imperiales y la extensión de la ciudadanía en la Roma republicana, que ninguna decadencia es inevitable, más cuando se vive en un entorno democrático de toma de decisiones perfectibles y revisables.
Así las cosas, Montesquieu parece una buena brújula para guiarnos a través de nuestro aparente ocaso. Podemos elucubrar sobre las razones superficiales o dejar para otra ocasión la prognosis de fondo de nuestra decadencia. Me arriesgo a lanzar una hipótesis: en España hemos abandonado el molde liberal. Algunos solo creen en el individualismo económico, otros niegan cualquier virtualidad a la autonomía privada. Lo importante de esta hipótesis es que, sin ese molde, común a toda tradición política democrática, es imposible sostener el edificio constitucional. Juzgar lo que ha ocurrido en nuestro país estos últimos veinte años pasa por reconocer honestamente que hemos arrumbado el Estado de Derecho y banalizado la libertad, los dos pilares de un liberalismo político que no corresponde postular a tal o cual partido, sino al conjunto del arco parlamentario.